> DAVID LARA CATALÁN

Ilustraciones de John Tenniel para la edición de 1865 de Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas.

Existe una enorme diferencia entre decir que el mundo es verdadero o falso en sí mismo y decir, en contraste, que lo que es verdadero o falso es lo que decimos del mundo. Esta idea es parte del “giro lingüístico” en la filosofía y se basa en el trabajo de autores de la talla del profesor Richard Rorty, de la Universidad de Yale, en Estados Unidos.

Si aceptamos tal afirmación, entonces lo que habría que hacer es buscar en nuestro propio lenguaje la posibilidad de verdad o falsedad de lo que decimos del mundo. Nuestros léxicos son parte esencial de un proceso evolutivo. Poco a poco, se han ido formando, aunque pareciera que desde siempre han estado presentes y que siempre han sido iguales, lo que desde luego no ha sido así. Resulta interesante contrastar, por ejemplo, el léxico de la Edad Media y lo que designaba con los del Renacimiento y el de la modernidad. ¿Cambió el mundo o cambió la forma de describirlo? La ciencia y el avance social y cultural dieron un giro fantástico a la historia de la humanidad, sólo por citar los casos de transición entre la Edad Media y el Renacimiento. Ahora imaginemos muchos otros momentos en la historia y descubriremos lo fantástico y enigmático que son nuestros léxicos y lo que dicen de nosotros mismos y de la relación que guardamos con el mundo. Si aceptamos un proceso evolutivo, esperamos asimismo un proceso de cambio continuo, lo que nos lleva a estar alerta respecto de los datos que ofrecen la ciencia o el desarrollo histórico de la humanidad, sin dejar a un lado la exigencia de una mirada crí tica. Sin duda, el arte juega un papel relevante en tanto formador de sensibilidad y apreciación estética. Aceptar de modo frívolo y acrítico la información de cada día redunda tan sólo en una pobreza personal de criterios y de opinión, incluso permeada de un radical oscurantismo. Quien participa del proceso evolutivo supone, en alguna medida, que siempre es posible otra forma de vida, otras formas de entender y hacer en el mundo de lo social y que, desde luego, son posibles otros léxicos y con esto otras formas de entender y hacer en el mundo. Todo tiene su inicio, me parece, en la imaginación. Imaginar es una cualidad del homo sapiens que hasta donde sabemos es un rasgo que distingue a esta especie de todos sus parientes. Este homo ha construido a sus dioses, y no sólo me refiero a los que definen y rigen a las distintas religiones, sino también a aquellos otros que se desenvuelven en ámbitos seculares, donde los dioses tienen forma de dinero o poder, de acuerdo con sus intereses y perspectivas, basados, desde luego, en la imaginación. De acuerdo con esta, se han trazado los designios y los derroteros que han de tomar los hombres. Desde la imaginación, se puede crear y construir, pero también se pueden elaborar los escenarios más nocivos y destructivos de la propia persona y de otras más. La imaginación es bidireccional y no podemos caer en la ingenuidad de que, si apostamos por una de estas direcciones, estamos exentos de caer en la otra. Las instituciones que hemos creado (leyes, reglas, religiones, léxicos) son parte del proceso imaginativo; desde luego, el contenido de cada uno de ellos, su significado y su aplicabilidad tienen un discurso y una orientación que mueve a los individuos y a la colectividad a actuar de modo tal que el control de las creencias es fundamental para su continuidad. Esto no se logra de la noche a la mañana

mucho tiene que ver la repetición, una y otra vez, durante siglos, desde diferentes ángulos y mecanismos, de un léxico que anuncie y promueva las bondades de, por ejemplo, un esquema político como la democracia o económico como el libre mercado. A fuerza de su constante repetición, estos discursos nos habrán de llevar al convencimiento de que no existe mejor forma política o económica que regule nuestras vidas que la nuestra. Hacer una pausa en medio de tal reiteración discursiva nos permitiría, de entrada, plantear las siguientes cuestiones: ¿Qué nos permite asegurar que nuestros sistemas político y económico son las opciones únicas con las que contamos para gobernar y administrar la vida pública? ¿Existen otras formas de hacerlo? Sólo en el dogma del fanático, se cree que no hay nada mejor que lo que está pensando o sintiendo o a lo que le está rindiendo pleitesía. No podemos pedir a una mente así que considere la opción de que esto que llamamos instituciones —políticas, religiosas o económicas— nacen de la imaginación humana. Una mente acrítica considera que este tipo de realidades han estado ahí desde la eternidad. En otras palabras: sería incapaz de poner en duda ya no se diga a tales instituciones, sino incluso de pregun tarse acerca de si el léxico con el que las describe es producto también de la imaginación y que, por tanto, es sólo una posibilidad lingüística en medio de un océano de posibilidades más.

Dentro de este marco, existe un elemento que no hemos sabido ponderar en su justa dimensión: la tolerancia. Pensar que nuestro léxico o nuestro sistema político o económico no sólo son los mejores, sino también los únicos, o creer que nuestra religión no sólo es una posibilidad sino que, incluso, es la única válida y verdadera, es nadar cómodamente en las espesas aguas de la intolerancia, ya que no nos permiten la posibilidad de considerar otras formas de vida, empezando desde la pregunta acerca de si vivimos el mejor mundo posible, tanto en el plano individual como en el colectivo, o si es posible la construcción de una versión diferente a la que vivimos.

El cambio, dentro de estas mentalidades, es noción que genera intolerancia y refleja un estado de conformidad que por nada del mundo debe ser alterado. Para concluir y a modo de pregunta: ¿Nos hemos dado cuenta ya del poder de nuestra imaginación?

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