El pasado abril, en la Universidad de Alcalá de Henares, en Madrid, la poeta uruguaya Ida Vitale recibió el Premio de Literatura Miguel de Cervantes 2018. El lauro se entrega cada año en el aniversario luctuoso del escritor que le da nombre. Presentamos fragmentos del discurso dado por la autora de, entre otras obras, La luz de esta memoria y Procura de lo imposible.

Debí pensar y escribir lo requerido para una ocasión que habiéndome llegado tarde, realmente me sorprendió: pudieron sobrar oportunidades de imaginarla, pero muchas cosas obvias y muy poco concebibles requisitos me hubieran llamado a un sensato equilibrio. Pero lo asombroso llegó en un tiempo en el que la opacidad del descenso imprime en mi vida una geometría ilógica y recaudos imprevistos. Acepto que el azar o un orden regido por una mágica fusión de benévolos caprichos me han señalado, como en una época, aceptábamos algún suceso generoso, con alguien muy querido que ya no está a mi lado, suponiéndolo —así decíamos— manifestación de un eón bien dispuesto. Ahora seres benévolos y palpables movieron las piezas de un superior ajedrez, situándolas en posición favorable y acá estoy, agradecida y emocionada a mis 95 años.

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Mi devoción cervantina carece de misterio. Mis lecturas del Quijote, con excepción de las fijadas en los programas del liceo, fueron libres y tardías. En realidad, supe de él por una pileta que, regalo de España, lucía en el primer patio de mi escuela. Allí nos amontonábamos en el recreo en busca de agua, y día tras día, me familiarizaba con las relucientes baldositas que contaban, sobre inolvidables cielos azules, la policroma historia que, supe luego, era la de aquellos desparejos jinetes. No faltan claro, los molinos, los episodios en que don Quijote acababa por el suelo. El ambular del Quijote lleva consigo la certeza de que hay un mago enemigo que transforma “a la sin par Dulcinea en una aldeana fea y olorosa”, y está detrás de los percances que sus obsesiones le deparan al pobre don Quijote.

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Se suele aceptar como buena la motivación dada por Cervantes para su Quijote, la de desprestigiar las novelas de caballerías. Pero no hay que olvidar la cuna desdichada El pasado abril, en la Universidad de Alcalá de Henares, en Madrid, la poeta uruguaya Ida Vitale recibió el Premio de Literatura Miguel de Cervantes 2018. El lauro se entrega cada año en el aniversario luctuoso del escritor que le da nombre. Presentamos fragmentos del discurso dado por la autora de, entre otras obras, La luz de esta memoria y Procura de lo imposible. Que su obra tuvo: “Argel, Sevilla, fantasía, desengaño” es decir preso, pobre, enfermo, sin el amparo que dedicatorias a altos señores podrían haberle guardado como José Echeverría singulariza el período de su escritura. La concepción de un personaje que va, libre, por el mundo, fraguando su vivir, de error en error (donde otro personaje, el Cautivo dice “jamás me desabrigó la esperanza de tener libertad”) debería ser un respiro, aunque al fin para él todo concluya en la verdad innegable: “Y al fin paráis en humo, en sombra, en sueño”, como concluye uno de los sonetos que cierran la primera parte. Muchas veces lo que llamamos locura del Quijote podría ser la irrupción de un frenesí poético, no subrayado como tal por Cervantes, novelista que tuvo a la poesía por su principal respeto; podríamos poner en voz del por lo general descalabrado personaje unos versos de Baudelaire “J’ai gardé la forme et l’essence divine de mes amours décomposés” o “Conservé la forma y la divina esencia de mi amor decaído.”

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Virtud siempre lograda de Cervantes fue no echar mano de milagros de los usuales en las novelas que no se privaban de gigantes y monstruos, cuando un descontrolado argumento las requería. Toda la gracia proviene de que el Quijote haga de las suyas “cuando ya no se usan los caballeros andantes”. Radica en tal su razón, el más sutil de los méritos de la obra. Nos exige la infinita virtud del libro: pedirnos la fidelidad atemporal a lo que, lector tras lector y época tras época, se ha ido consagrando como un venerable sostén de la herencia humana. No sé por qué atribuí a ese libro la capacidad de precipitar hacia mí la buena voluntad del azar. Quizás sólo buscaba una ocasión de dicha dispersiva, de claridad sin reserva, cuando el disfrute viene sin proponérselo a veces, acompañado de una sensación de penuria de gracias en la vida diaria y necesidad de gusto satisfecho, que depararán siempre las aventuras por las que ando tan a gusto cuando me reintegro al maravilloso mundo cervantino.

Pero considerarlo maravilloso me obliga a hacer distingos. Cervantes, que en Galatea buscó someterse o aceptar la novela pastoril –que implicó tantas veces unir realidad e irrealidad o fantasía- se movía con castiza normalidad en lo real. “Ellos fueron santos y pelearon a lo divino y yo soy pecador y peleo a lo humano”, dice don Quijote, que tantas veces se acepta perseguido o gobernado por malignos poderes, pero sin nunca encumbrarse ni claudicar. Con todo lo que los asertos del Quijote, prudente y aun sabio, me piden de sumisión, para terminar, debo disculpar una afirmación que, como suya, podría ser acatada sin más “que no hay poeta que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo”. No es mi caso, puedo asegurarlo. Sin duda, don Quijote no imaginó que el género femenino, al que por oficio se consideraba llamado a honrar y defender, pudiera caer en tan osada pretensión. Y en eso estoy.

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