Juan José Morales
Si alguien necesitara un buen medio de transporte y le ofrecieran escoger entre un automóvil último modelo y una carreta de bueyes, seguramente optaría por el primero, aunque le insistieran en que la carreta es mejor porque fue inventada hace miles de años por una milenaria y sapientísima civilización de la India o del Lejano Oriente y su eficacia ha quedado demostrada por el hecho de que ha sido y sigue siendo usada por incontables generaciones a lo largo de siglos.
Sin embargo en cuestión de terapias y medicamentos, mucha gente rechaza la medicina y los fármacos modernos y prefiere las llamadas medicinas alternativas simplemente porque se trata de procedimientos milenarios. Aunque en realidad, no todos lo son. Muchos son inventos recientes de charlatanes y timadores que los presentan como revolucionarios inventos médicos pero —dicen— basados en los ancestrales conocimientos de los monjes tibetanos o los santones hindúes.
Lo mismo puede decirse de los productos milagro, en los que mucha gente confía simplemente por ser “naturales”. Pero en realidad no son medicamentos sino que están registrados como suplementos o complementos alimenticios y mediante una hábil publicidad y su amañada presentación en forma de tabletas, cápsulas y frascos similares a los de las medicinas de patente, se hacen pasar por tales.
Son tantas y tan diversas las llamadas terapias alternativas o no convencionales, que podríamos llenar un libro completo sobre ellas (de hecho tenemos uno en preparación). Pero, por obvias razones de espacio, en esta ocasión me limitaré a tres bastante conocidas y populares: la acupuntura, la quiropráctica y la homeopatía.
UNA FUERZA MISTERIOSA
La acupuntura se originó en la antigua China allá por el siglo II antes de nuestra era. Se basa en la idea de que la vida se debe a una misteriosa fuerza vital llamada qi, que circula por el cuerpo humano a lo largo de una especie de canales llamados meridianos. Si por alguna razón se entorpece el flujo del qi, sobreviene una enfermedad. Pero, dicen los acupunturistas, basta aplicar finísimas agujas en determinados sitios del cuerpo, para desbloquear la energía vital y devolver la salud.
Sobra decir que el concepto de fuerza vital es una de esas creencias de tiempos de la medicina precientífica. El qi jamás ha sido detectado, ni jamás estudio anatómico alguno ha revelado la existencia de los tales meridianos, sobre cuya estructura y ubicación —por lo demás— ni los propios acupunturistas logran ponerse de acuerdo.
La acupuntura comenzó a hacerse famosa en occidente después de la visita del presidente norteamericano Richard Nixon a China en 1972. En esa época, al no contar con suficientes médicos, hospitales y medicamentos para atender a la inmensa población del país, el gobierno de Mao Zedong había echado mano provisionalmente de las prácticas tradicionales, entre ellas la acupuntura, con lo cual, además, se buscaba reforzar la identidad nacional. A Nixon se le hizo una demostración de cómo anestesiar a un paciente con ese método, pero era una simulación. El paciente ya había recibido anestésicos modernos. El engaño funcionó, los periodistas que acompañaban a Nixon también se tragaron el cuento, y la difusión que le dieron al asunto desató un verdadero furor por la acupuntura entre los partidarios del naturismo y las llamadas medicinas alternativas.
Pero la realidad es que en los más de 40 años transcurridos desde entonces, nunca se ha podido demostrar científicamente cómo la inserción de agujas pueda atenuar la sensibilidad al dolor ni, mucho menos, curar o aliviar alguna enfermedad. Todo se reduce a esas vagas referencias al qi, y en los casos en que se ha intentado alguna explicación científica —por ejemplo que las agujas estimulan la producción por el organismo de ciertas sustancias llamadas endorfinas que actúan como analgésicos—, no se ha podido demostrar experimentalmente.
INVENTO DE ABARROTERO
En cuanto a la quiropráctica, hay quienes confían en ella por creer que es una rama de la medicina o una especialidad semejante a la ortopedia, que su objetivo es corregir anomalías del sistema óseo y que se basa en investigaciones científicas sobre el funcionamiento y estructura del cuerpo humano. Pero si supieran cómo surgió y cuáles son sus fundamentos, seguramente cambiarían de opinión.
La quiropráctica la inventó en 1895 un tendero de pueblo del estado norteamericano de Iowa llamado David Daniel Palmer a quien ahora sus seguidores se refieren usualmente como “doctor”. Don David alternaba el oficio de abarrotero con el de curandero, y un día, tras darle lo que popularmente se llamaría “una tronada de huesos” a un hombre que padecía sordera y que tenía una vértebra ligeramente más prominente que las demás, creyó haberlo curado y, ni tardo ni perezoso, se lanzó a desarrollar una nueva y personal teoría sobre las enfermedades y su curación, a la cual llamó quiropráctica. Se funda —no podía ser menos— en la vieja idea de una fuerza vital. Sólo que según Palmer no fluye por todo el cuerpo, sino sólo por la espina dorsal, y para ser un poco original la llamó “inteligencia innata”, sin que se sepa de dónde sacó el nombrecito.
A veces, sin embargo, esa inteligencia se atora. No porque la persona sea tonteja, sino porque hay en la columna vertebral minúsculas “subluxaciones” que dificultan su flujo. Entonces, la persona enferma. Pero para curarse, basta ponerse en las diestras manos de un quiropráctico que maniobre los huesos y elimine las subluxaciones. Es más: los quiroprácticos afirman poder detectar las enfermedades antes de que se manifiesten y evitarlas con un oportuno reacomodo preventivo de vértebras.
Ni Palmer ni sus seguidores, sin embargo, han definido claramente qué son las tales subluxaciones —que nada tienen que ver con las vulgares luxaciones— ni qué relación hay entre cada vértebra y determinada enfermedad o grupo de enfermedades. Mucho menos han realizado pruebas clínicas para demostrarlo. Ni siquiera tienen una teoría coherente de qué es la quiropráctica. En su obra The Chiropractor’s Adjuster, también titulada The Text-Book of the Science, Art and Philosophy of Chiropractic —la Biblia de los quiroprácticos—, Palmer la definió con esta jerigonza: “Yo creé el arte de ajustar las vértebras, usando las apófisis espinosas y transversales como palanca, y le di el nombre de Quiropráctica al acto mental de acumular conocimiento, la función acumulativa, correspondiente a la función vegetativa física (el crecimiento de lo intelectual y lo físico) junto con la ciencia, arte y filosofía.” Y, en tono grandilocuente, añade: “Yo soy el creador, la fuente de nacimiento del principio esencial de que la enfermedad es resultado de un funcionamiento excesivo o deficiente… Yo he respondido la antigua pregunta: ¿qué es la vida?”
Dicho sea de paso, durante muchos años los quiroprácticos se opusieron a la vacuna contra la poliomielitis, en lugar de la cual recomendaban “ajustes quiroprácticos” para evitar y hasta para curar la enfermedad (se ignora a cuántos niños tal consejo les costó morir o quedar paralíticos de por vida).
En México la quiropráctica no está reconocida como disciplina médica y sólo se aprende, junto con masaje deportivo o tailandés, en “academias” o “colegios” registrados, no ante la SEP sino ante la Secretaría del Trabajo, como “centros de capacitación para el trabajo”.
HAHNEMANN Y AVOGADRO
En cuanto a la homeopatía, su gran éxito se debió a que allá por 1810, cuando fue ideada por el Dr. Samuel Hahnemann, la medicina todavía no salía de la era precientífica y utilizaba métodos bastante burdos, como sangrías, vomitivos y sustancias tóxicas, que a veces causaban más daño que bien. El método de Hahnemann, a base de sustancias inocuas —que tal cosa son las pildoritas de azúcar o dextrosa con cantidades infinitesimalmente pequeñas de sustancias supuestamente curativas — no causaba molestias a los pacientes y por lo tanto fue muy bien acogido.
La homeopatía se basa en un razonamiento de extrema simplicidad: sostiene que si una sustancia causa los síntomas de una enfermedad —no la enfermedad, sino sus síntomas—, también puede curarla si se ingiere en minúsculas cantidades. Y, contra toda lógica, añade que cuanto menor sea la dosis de esa sustancia, mayores serán sus efectos curativos sobre el paciente. Ello —explica— porque la sustancia es “dinamizada” al agitarla vigorosamente durante la preparación, la cual consiste en que una gota del principio activo se diluye en 99 gotas de agua, alcohol o lactosa. Luego, se toma una gota de esa primera dilución y se mezcla con otras 99 del disolvente. Acto seguido se toma una gota de esa segunda dilución y se mezcla con otras 99 del disolvente, y así, sucesivamente.
Pues bien, en tiempos de Hahnemann se creía que una sustancia podía diluirse indefinidamente, hasta el infinito. Pero justamente un año después de nacida la homeopatía, el físico y químico italiano Amedeo Avogadro le echó un balde de agua fría con lo que ahora se conoce como Ley de Avogadro: que cantidades determinadas de diferentes sustancias contienen el mismo número de moléculas, al cual se denomina precisamente Número de Avogadro.
Lo que esto significa respecto a la homeopatía, es que resulta imposible diluir una sustancia interminablemente. Después de repetir varias veces el proceso, cuando se llega a los niveles de dilución utilizados por los homeópatas, ya no se puede tener certeza de que en una gota del medicamento quede ni una molécula de la sustancia original.
Para intentar superar este insalvable impedimento, se han ideado explicaciones la mar de descabelladas. Por ejemplo, que el agua —y presumiblemente también el alcohol y la lactosa— “tiene memoria” y en ella guarda no sólo un registro de la presencia de cualquier sustancia que en ella hubo, sino también de sus efectos. Y como pronto alguien cayó en la cuenta de que la “memoria del agua” implicaría que es imposible hacerla potable, pues conservaría el recuerdo y los efectos tóxicos de cualquier bacteria o toxina que hubiera contenido, cambiaron de explicación: ahora alegan que la eficacia de los medicamentos homeopáticos se debe al electromagnetismo.
SUICIDIOS HOMEOPÁTICOS
Desde hace tiempo, en diferentes ciudades del mundo —México inclusive— grupos de críticos de la homeopatía intentan cada año el suicidio homeopático. Consiste en atiborrarse con cientos de pildoritas homeopáticas que —según la receta— deben tomarse de una o dos a la vez, a intervalos de seis u ocho horas, cuidando de no exceder la dosis y manteniéndolas siempre fuera del alcance de los niños (obviamente para evitar que las tomen y se intoxiquen). Hay también suicidas más radicales, que ingieren un poderoso compuesto a base de arsénico, cianuro de potasio, estricnina y otros mortíferos venenos, preparado con estricto apego a los procedimientos homeopáticos, o sea altamente diluido y “dinamizado” para multiplicar sus letales efectos. Hasta ahora, en ninguno de tales intentos de suicidio con productos homeopáticos ha habido un solo muerto por sobredosis o envenenamiento. Vaya, ni siquiera un simple caso de intoxicación.
A este respecto, conviene precisar que en México la ley no exige que los productos homeopáticos sean sometidos a pruebas clínicas para demostrar su eficacia. Basta que contengan las sustancias que se dice en la fórmula. En cambio, los medicamentos —los auténticos— deben someterse a exhaustivas pruebas antes de ser autorizados por la SS. Los productos homeopáticos, por cierto, siguen siendo los mismos de hace dos siglos. La homeopatía tiene la característica de que en 200 años no ha cambiado un ápice. Sigue siendo exactamente igual que en tiempos de Hahnemann, con idénticos principios básicos, los mismos productos y las mismas ideas. Ni uno solo de los avances que en esos dos siglos han acabado con muchas enfermedades, prolongado la vida del ser humano y mejorado su calidad de vida —sulfas, antibióticos, anestésicos, antivirales, microcirugía, antisépticos, vacunas y otros muchos— ha sido producto de la homeopatía sino de la medicina.
Aquí llegamos a un punto nodal de las discusiones sobre estas y otras llamadas medicinas alternativas. Cuando se les ha sometido a escrutinio científico, ninguna ha podido probar su eficacia. Su único respaldo, es testimonial, del tipo de “Pues dirán lo que quieran, pero a mí me dio resultado”, o “Mi tía Chonita había sido desahuciada por los médicos, y se curó con homeopatía”.
Hay varias explicaciones a esos casos de aparente eficacia. En primer lugar, el efecto placebo. Es decir, el paciente experimenta una mejoría porque confía en el tratamiento o el producto, aunque sólo sea simulado. Otros son los casos de remisión espontánea. Es decir, padecimientos que se curan solos, ya sea porque el propio organismo pudo superarlos, o porque desaparecieron las causas que le dieron origen. Igualmente, es muy común que un enfermo, sometido a un largo tratamiento, se desespere, recurra a algún método “alternativo” y se cure a poco de empezar a recibirlo. Usualmente el mérito se le atribuye a este último, sin detenerse a pensar que el medicamento o el tratamiento que había estado recibiendo finalmente dio resultado.
En fin, estos son los hechos. Cada quien decidirá si prefiere trasportarse en carreta de bueyes o en automóvil.
Comentarios: kixpachoch@yahoo.com.mx
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