Juan José Morales
Imagine una situación en la que todo el CO2 derivado de las centrales eléctricas pudiera ser capturado, una parte de él reciclado para usarlo con fines productivos y el resto confinado en grandes depósitos. Sería una situación ideal para producir energía en abundancia sin contribuir al calentamiento global y el cambio climático.
Pues bien, tal es el caso de las tan satanizadas centrales nucleares, nucleoeléctricas, electronucleares, electro-atómicas o como quiera llamárseles. En realidad, y contra lo que mucha gente piensa, estas plantas son incomparablemente menos contaminantes que las termoeléctricas a base de combustibles fósiles. Una central nuclear no despide gases contaminantes, y los residuos dejados por la fisión nuclear pueden ser reutilizados de manera parcial, dejando el resto confinado en depósitos subterráneos a gran profundidad.
El problema con la energía nuclear es que la gente sabe de ella a través de Hiroshima y Nagasaki. Es decir, a través de las bombas atómicas, la muerte y la destrucción. Por ello se le considera mortal y peligrosa. Muy diferentes habrían sido las cosas si hubiera hecho su debut —por así decir— en una central eléctrica.
Pero veamos los hechos. Mucha gente ignora que la primera reacción nuclear en cadena no ocurrió el 16 de junio de 1945 en el desierto de Nuevo México con la detonación de una bomba atómica experimental, sino el 2 de diciembre de 1942 bajo las gradas del estadio de la Universidad de Chicago, en pleno centro de la ciudad, en lo que los físicos llamaron una pila atómica… y no ocurrió ninguna catástrofe. Es más, nadie se percató de ello, fuera de los científicos que realizaron el experimento.
El primer reactor nuclear para producir electricidad —en una modesta planta de cinco mil kilovatios— entró en funcionamiento hace ya más de 60 años, en 1954 en la antigua Unión Soviética. A la fecha hay en todo el mundo 441 de ellos en operación, algunos con potencia de millones de kilovatios. Y a lo largo de esas seis décadas, el único accidente serio ha sido el de Chernobyl. La llamada catástrofe nuclear de Fukushima en 2011 no fue tal. Lo que hubo fue un terremoto de gran magnitud y un gigantesco maremoto, que afectaron a la central nuclear. Sin embargo, ésta resistió tan bien ambos fenómenos que la fuga de radiación fue mínima.
A la vista de lo anterior, ciertamente, no puede decirse que la industria nuclear se caracterice por insegura, sino todo lo contrario. De hecho, comparada con las demás fuentes importantes de energía, la nuclear es de las más seguras del mundo. Francia, por ejemplo, cubre casi el 80% de su consumo de electricidad con plantas nucleares. Y jamás ha habido un accidente o siquiera un incidente en ellas.
En cambio, según estimaciones de la Organización Mundial de la Salud, tan sólo la contaminación del aire provocada por las plantas carbo-eléctricas causa más de cien mil muertes por año. Y los expertos en salud pública calculan que en el área metropolitana de la Ciudad de México mueren cada año cinco mil personas a consecuencia de enfermedades causadas o agravadas por la contaminación del aire producida por gasolina, diésel y demás combustibles fósiles.
En materia de accidentes debidos a combustibles fósiles —gas, carbón y petróleo—, y sólo para mencionar un par de ellos ocurridos en México, basta recordar las explosiones de 1984 en los depósitos de gas licuado de San Juanico, en las afueras de la capital de la República, cuyo saldo oficial fue de 450 muertos, 2 250 heridos, mil desaparecidos presumiblemente muertos, y cientos de viviendas destruidas, y las explosiones por filtraciones de gasolina en 1992 en el drenaje de Guadalajara, que causaron 230 muertos, 500 desaparecidos, y una estela de ocho kilómetros calles, edificios y vehículos destruidos. Sin embargo, nadie pide prohibir el uso de gasolina y gas.
Y si ello se hiciera, y volviéramos al uso de leña —que es el combustible usado en millones de hogares pobres en el mundo— simplemente acabaríamos con los bosques y las selvas y perecería muchísimo más gente que el millón y medio de personas —sobre todo mujeres y niños— que, según datos de la OMS, mueren cada año prematuramente en el mundo por enfermedades como bronquitis crónica y cáncer pulmonar ocasionadas por el humo de los fogones caseros.
Por supuesto, toda tecnología que implique un mejoramiento de la vida humana implica un riesgo, pero la gente lo acepta a cambio de sus beneficios. Nadie pediría que se prohíban los aviones porque de vez en cuando alguno se estrella en una zona densamente poblada y deja decenas de muertos en tierra. Nadie en su sano juicio pediría que se prohíba el consumo de gasolina y diésel pese a que la contaminación de los vehículos provoca enfermedades respiratorias y miles de muertes cada año. Esos son hechos reales y concretos.
Sin embargo, como decíamos, la gente acepta tales perjuicios y riesgos, porque son menores que los beneficios de contar con medios de transporte rápidos, cómodos y eficientes. Pero a la energía nuclear se le sataniza y contra ella se ha levantado un coro de voces condenatorias que hablan de la posibilidad —muy remota como ya vimos— de que algún día, en algún lugar, por circunstancias totalmente excepcionales, haya una fuga de material radiactivo.
Actualmente más del 16 por ciento de la electricidad que se consume en el mundo proviene de centrales nucleares. Cerrarlas obligaría a sustituirlas por termoeléctricas contaminantes, o por hidroeléctricas… que los ecologistas también condenan porque implican la inundación de selvas y bosques. Y en cuanto a la energía solar y la eólica, de las cuales se dice que son gratuitas, inagotables y no contaminantes, en realidad no lo son.
La luz solar, efectivamente, no cuesta nada. Pero para aprovecharla en una planta helio eléctrica se requieren instalaciones muy costosas y de alta tecnología, a base de materiales que deben ser extraídos mediante operaciones mineras que alteran el medio ambiente y causan contaminación ambiental. Lo mismo puede decirse del viento, que además tiene el inconveniente de su inconstancia… y que tampoco es muy del agrado de los ecologistas porque en las aspas de los generadores se estrellan y mueren algunos pájaros y murciélagos.
Un análisis frío y objetivo lleva a la conclusión de que si se quiere elevar la producción de electricidad sin agravar el calentamiento global y el cambio climático, la energía nuclear representa la solución más viable en las condiciones actuales.
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