En Cancún, Playa del Carmen y Cozumel, en los destinos turísticos del norte de Quintana Roo, hombres y mujeres mayores de treinta años son o serán muy pronto candidatos al desempleo. No es exageración, es la realidad del modelo de la economía basada en el turismo masivo. Se trata de millares de empleados que al perder lozanía, fuerza de juventud, son despreciados por el modelo y echados a la calle.



Para entender la dimensión del problema, basta ver las cotidianas ofertas de trabajo en hoteles, restaurantes, marinas y parques donde el requisito básico es la edad: casi no se oferta trabajo para quien hayan cumplido la treintena. El destino de los trabajadores mayores de esa edad es la economía informal y el autoempleo, o bien, la mendicidad disfrazada.
Suena terrible, pero es un fenómeno propio de los destinos turísticos de carácter internacional. En Mérida, Villahermosa o Campeche, ciudades del sureste mexicano, este fenómeno no es tan notable; empero, se da una paradoja: grande es la migración de jóvenes de esta zona hacia Quintana Roo.
¿Cuál es el origen de esta situación? La raíz es simple. Los empleadores del turismo masivo buscan la recuperación pronta de su inversión y para ello precisan de un ejército humano que no reclame seguro social, que acepte salarios de miseria y que aguante jornadas de más de ocho horas. En fin, requieren de mano de obra barata para recapitalizar su inversión. Los ancianos de treinta años, en el discurso empresarial, estorban, se enferman, reclaman seguro medico, prestaciones, guarderías, en fin, son peligrosos para la lógica capitalista de explotación de la mano de obra.
En promedio, un trabajador que tan sólo gane dos salarios mínimos cuesta, en prestaciones, unos 300 pesos mensuales; si multiplicamos la cifra por la vida laboral de un joven de veinte años, por ejemplo, la suma es de poco más de ciento ocho mil pesos, sin contar con en fondos de pensión y otras prestaciones.
Mas ello no es eso lo que, supongo, evita el sector turismo, sino el impacto detener gente vieja en los pasillos, piscinas y cuartos. Esta gente afea el negocio, lo abarata, pues por estética se debe mostrar gente joven, atractiva, dispuesta a sacrificar lo mejor de su vida en esas jaulas de oro.
Esta forma administrativa de los grandes consorcios, claro está, impacta la vida social, la organización y estructura social de quienes habitan estas áreas. Por ejemplo, Cancún, Playa del Carmen y Cozumel presentan cifras muy altas en sus tasas de suicidio –hasta hace un par de años Cancún ocupaba el primer lugar nacional-;  divorcios y casos de violencia intrafamiliar. La incapacidad para sostener su hogar y el endeudamiento casi constante, dicen los sondeos, agotan la vida familiar. La conclusión es la violencia, el abandono del hogar, las drogas, el alcoholismo y otras manifestaciones patológicas.
Grupos trasnacionales con inversión multimillonaria en las costas estatales son paradigma de esta subterránea política de explotación humana que cuenta, claro está, con la complicidad gubernamental. A los gerentes, a los dueños de franquicias, a los inversionistas con alianzas locales les importa un bledo la  asimetría de dicha política.
Estas empresas practican una política despiadada en una economía de propinas, de explotación de trabajadores jóvenes que revientan en los primeros seis meses; población que, rota, migra de hotel en hotel, de marina en marina y de bar en bar en busca de un mejor patrón pero, terminan, amarrados a las minas de carbón en que se han convertido en realidad los hoteles del turismo de masas.
¿Cuál es la consecuencia, cuál el resultado? El primer efecto se muestra estriba en que los jóvenes empleados, migrantes la mayoría de ellos, forman el núcleo de las llamadas ciudades perdidas, de las zonas de miseria y las regiones de marginación. Jóvenes empleados de la industria turística cuyas  familias acusan rápidamente el deterioro de la calidad de vida, violencia, drogadicción, alcoholismo.
El empresario trasnacional del turismo no paga pensiones, no tiene planeada una política de bienestar social, su lógica financiera es la de los capitales golondrinos, aquellos que tienen un mínimo compromiso con la zona que explotan. Esa es la razón de su éxito.
La aplicación de tal método de empleo dio como resultado, tras cuarenta años de imperar, que sólo una selecta minoría ostente el poder económico y sostenga y opere, en muchos de los casos, a favor de los grupos hoteleros trasnacionales.
El modelo del turismo masivo implica paradigmas básicos. Uno, el laboral, del que hemos hablado y que resulta dramático en un país cuya población envejece con rapidez y necesita dar trabajo a su población; el otro gran paradigma, relacionado de manera amplia con el primero, es el de la sustentabilidad, una palabra en uso en el discurso político desde hace muchos años. Esta política plantea la posibilidad de compatibilizar el tendido de infraestructura en playas, arrecifes y lagunas, con el cuidado de los recursos naturales, el bienestar y el desarrollo social. Una lógica difícil.
Lo real es que más allá de la retórica, de manera paulatina han desaparecido las mismas playas, humedales y arrecifes de los que se habla en el discurso. Esto, desde luego, daña a la especie humana, pues se traduce en la contaminación del agua, problemas con la generación y disposición final de la basura y la lenta pero constante desaparición de los recursos bióticos.
Hoy por hoy, tal sustentabilidad en su relación con el ser humano resulta, cuando menos, un mito. Un mito tan grande como el océano mismo. Nada es para siempre y por ello, la arena blanca, el mar turquesa y los humedales sucumben ante la codicia empresarial y la corrupción oficial.
El discurso político nos ha intentado persuadir, seducir con la construcción de “islas de sustentabilidad” como Xcaret, por citar un ejemplo, pero hasta ahora no se han incluido nuestros derechos básicos. Todo mundo ha hablado y escrito hasta el hartazgo de la flora y la fauna, de que están en riesgo,  pero nadie, nadie precisa sobre los efectos en el ser humano y en especial respecto de la marginación que sufren hombres y mujeres mayores de treinta años, en plena edad laboral, por parte de los dueños del capital.
Es tiempo de reparar esta omisión.

*Lic. en Ciencias de la Com. (UV). Maestría en Des. Reg. (Ecosur); Miembro del Colegio de Profesionistas en Comunicación de Quintana Roo.

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