MARCELA JIMÉNEZ LUNA

¿ Es posible encontrar belleza en el horror? Eso es lo primero que me pregunto cuando observo las fotos de Enrique Metinides. No, no es posible hallar belleza en ello, salvo que se plasmen en una imagen cuya composición y sutileza se manifiesten en el encuentro de las miradas. Ahí donde los “mirones” se regocijan frente al terrible espectáculo y la muerte es captada en el preciso instante en el que arrebata la vida; ahí donde está el ojo entrenado del fotógrafo, mirando de frente a la muerte sin titubear. Él le sonríe y ella le devuelve el gesto, ambos satisfechos de cumplir con su cometido y con la promesa de volverse a ver.

A los diez años, Enrique Metinides inició su larga carrera como fotógrafo. Una cámara Brownie le fue regalada por su padre tras cerrar uno de sus negocios de venta de artículos fotográficos, rollos y revelado. Así comenzó la carrera de este infante: retratando accidentes automovilísticos y otras desventuras que llamaban su atención; influenciado en gran medida por las películas de gánsteres de la década de los cuarenta.

“El Niño”, como se le conocía en el medio periodístico, llegó hasta fotografiar la pantalla del cine, con el fin de capturar incendios, choques y balaceras, aunque los resultados no fueron los esperados, según narra en la entrevista “Enrique Metinides, el maestro de la foto policiaca”, de la Revista Cuartoscuro. Era el de Metinides un ojo cinematográfico y ese elemento fue, quizá, uno de los elementos que hacen de sus fotografías un fenómeno singular, junto con su larga trayectoria de más de cincuenta años en la nota policiaca; no olvida el día en que conoció a Antonio “Indio” Velázquez, reportero de La Prensa. Ambos coincidieron en un accidente vial en la colonia San Cosme, de la Ciudad de México. En esa época, todo parecía más fácil y lo invitó a trabajar con él. Eran los cincuenta y él acompañaba a su mentor a fotografiar presos en la antigua cárcel de Lecumberri.

Recuerda con claridad su primer cadáver, un hombre sosteniendo una cabeza cercenada que posaba para él, según se consigna en el libro 101 Tragedies of Enrique Metinides, de Trisha Ziff. Desde entonces, Metinides no dejó la fotografía. Lo que fuera un juego se convertiría en su profesión. Al inicio, sólo le pagaban las fotos publicadas, así que no perdía oportunidad para ir a algún accidente, conflicto, incendio; incluso llegaba en la ambulancia de la Cruz Roja donde solía hacer guardias. Fue en la década de los sesenta cuando Manuel Buendía, director de La Prensa y Alarma, lo invitó a trabajar de manera formal en los diarios. Metinides sostenía que él no hacía nota roja, sino policiaca y que se le rebautizó así por la sangre que contenía de manera implícita.

Sin embargo, la prensa de aquel tiempo no admitía mucha sangre, rostros desfigurados o cuerpos mutilados. Esta es una de las características de su obra fotográfica: sus imágenes no muestran, develan; están llenas de detalles que van narrando la historia funesta y atribulada de aquellos desventurados que, presos del caos de la Ciudad de México, sucumbieron al infortunio y quedaron plasmados en un ahora que transita una y otra vez en el papel. En las fotos de Metinides, no hay otra intención que la de cubrir la nota del día, capturar la mejor toma, esperar su publicación y, con suerte, lograr una primera plana para ganar unos pesos más.

Él nunca imaginó que su trabajo se expondría en galerías y museos e incluso que algunas de sus imágenes formaran parte de colecciones privadas. El trabajo de Metinides se entiende por su bagaje cinematográfico, su experiencia y el recato de la prensa de aquel entonces. Estamos ante una nueva forma de ver y entender el fotoperiodismo. Su obra es un referente que sabía cómo capturar el dolor, el asombro, la pena, la indignación y eso conmueve la mirada del espectador y hace trascender la imagen. A partir de la guerra contra el narco, todo el territorio mexicano se volvió nota roja. Hoy los periódicos se llenan de sangre, de descabezados, de cuerpos cercenados, de vísceras al aire, sin recato alguno. El morbo vende, no hay duda; el espectáculo de la violencia en nuestra sociedad es cada vez más cruento, obsceno. Pareciera que se dejó de lado la narrativa que Metinides imprimiera a sus trabajos.

Cada imagen capturada por él nos cuenta una historia donde los “mirones”, término que utilizaba para describir a la multitud morbosa, son parte del relato, así como los policías y paramédicos. No hay nada fortuito en la imagen del suceso retratado. No es la imagen por la imagen, sino el relato que cautiva la mirada el que hace que nos paremos a contemplar la escena. Una mujer camina cargando una pequeña caja blanca, es el féretro para su hija; una multitud de pie se refleja en el lago donde un hombre se ha ahogado mientras un rescatista nada para sacarlo; el bello rostro de una mujer queda inmortalizado, su maquillaje intacto y un hilo de sangre corre por su mejilla mientras el paramédico se acerca para cubrir su cuerpo cercenado. En la imagen, hay belleza, pese al horror; frente al dolor de los demás, la fotografía inmortaliza al sujeto, pues lo vuelve un objeto trascendente, un objeto que es digno de contemplación en las imágenes de Metinides, el fotógrafo por excelencia de la nota policiaca. Me atrevo a decir que hay un antes y después de él en este género. Él marcó la pauta narrando historias con su cámara; siempre llevaba consigo una estampa de la Virgen de Guadalupe en un bolsillo y una figurilla de una rana en el otro, una lo protegía y la otra le daba suerte, según se dice en el citado libro. Coleccionista de imágenes, figurillas de ranas y juguetes de bomberos y ambulancias, Metinides partió el pasado 10 de mayo. Hombre menudo de ojos grandes y ascendencia griega, deja una herencia invaluable: cientos de fotografías, notas, libros, revistas, ensayos, tesis y documentales alrededor de su trabajo, pero lo más importante que nos deja es su forma de mirar al mundo.