ZYGMUNT BAUMAN
*Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades Profesor emérito de Sociología de la Universidad de Leeds
Rank Rich, articulista de opinión del New York Times, apunta lo siguiente sobre el “Liberalismo de América” (se refiere al pensamiento de izquierda en los Estados Unidos): “La igualdad económica parecía una meta a nuestro alcance en 1956, al menos, para la entonces amplísima clase media. La sensación de que la promesa americana de movilidad social y económica era alcanzable para quien se propusiera luchar por ella.”

Tal era, señala a sus lectores, el estado de ánimo del país hace 54 años. En cuanto a la clase media estadounidense de hoy en día, al articulista le basta con plantearse una pregunta puramente retórica: ¿Cuántos americanos de clase media creen en estos días que sus posibilidades no tienen límites si trabajan duro? ¿Cuántos se fían de que el capitalismo les dará lo que en justicia les corresponde?, lo que equivale a preguntar: ¿Cuántos norteamericanos han logrado conservar y mantener la antigua confianza en la igualdad de movilidad social, o siquiera en una próxima igualdad a nuestro alcance?

Una pregunta retórica, desde luego, pues Rich puede estar seguro de que sus lectores responderán sin duda: No muchos. A esto ha llegado, más o menos, el sueño de la clase media que confiaba “en que todo aquel que se esforzara lo suficiente podía entrar en el País de Jauja de las oportunidades y que a nadie se le negaría tal sueño porque un grupo privado hubiera alquilado y reservado para sí el País del Mañana”. Poco antes, otro articulista del New York Times, Charles M. Blow, mostraba la siguiente evidencia estadística: “Según el Centro Nacional para los Niños en Situación de Pobreza, el 42 por ciento de los niños estadounidenses vive en hogares de ingresos bajos y en torno a una quinta parte viven por debajo del umbral de pobreza. Y la cosa se pone aún peor. El número de niños que vive en situación de pobreza ha aumentado un 33 por ciento desde el año 2000. Para ver esos datos en perspectiva, tengamos en cuenta que la población infantil del conjunto del país creció solamente un tres por ciento a lo largo del mismo periodo. Y, según un informe de UNICEF de 2007 sobre la pobreza infantil, Estados Unidos ocupaba, en la materia, el último lugar de la lista de 24 países ricos.

La reacción de ciertos sectores sociales al problema sigue estando mezclada con prejuicios raciales y de clase: no más ayudas y prestaciones públicas para personas no blancas que han tomado malas decisiones en su vida y no han tenido el sentido ni las agallas necesarias para salir de los hoyos en los que se han metido.
Nadie tiene que decir a esos padres, siempre apurados por llegar al fin de mes con las menores penurias posibles, que las probabilidades de que sus hijos alcancen la igualdad son muy reducidas; los padres del 20 por ciento de pequeños que viven bajo el umbral de pobreza difícilmente hallarían siquiera rastro alguno de esas “probabilidades”, cuya desaparición recogen las cifras más recientes.
Poco les costaría a los progenitores de ambas categorías, sin embargo, descifrar el mensaje que emana alto y claro de boca de quienes fijan las leyes de la nación y las traducen al lenguaje de los derechos y las obligaciones ciudadanas del país. El mensaje es la imagen misma de la simplicidad:
Estados Unidos ha dejado de ser una tierra de oportunidades para ser una tierra para personas con agallas. La igualdad de movilidad, socialmente gestionable, encalló en la roca de la desigualdad de agallas individuales y se fue a pique.
Las “agallas” de los padres son el único bote salvavidas que se ofrece a los que desean sacar a sus hijos del enfurecido mar de la pobreza. El bote es pequeño y suerte tiene quien llega a alcanzar uno con suficiente capacidad para que quepa toda la familia. Lo más probable, sin embargo, es que sólo unos pocos miembros de ésta, los más arrojados y mezquinos (o, lo que es igual, los más dotados de “agallas”) sepan hacerse un hueco en el bote y mantenerlo todo el tiempo necesario hasta que éste alcance la costa.
Y el viaje ya no es (si es que alguna vez lo fue) un viaje hacia la igualdad. Es, más bien, una carrera para dejar atrás a los demás. El espacio en la cima está ya reservado y allí sólo se admite a los elegidos. Como bien dice Frank Rich, “un grupo privado ha alquilado y reservado para sí el País del Mañana”.
El país de las oportunidades prometía más igualdad. El país de las personas con agallas solamente puede ofrecer más desigualdad. Muchos de nuestros niños son los nuevos rostros de la desigualdad.