Macarena Huicochea
A través de la historia y del desarrollo del arte, la representación de lo femenino monstruoso ha estado presente en leyendas, novelas, películas y obras plásticas de todas las culturas y todos los tiempos. Ya sean esfinges, sirenas, gorgonas o mujeres devoradoras de hombres (entre otras representaciones), todas las imágenes y narraciones las describen con atributos asociados con lo animal: garras, colas de pez; serpientes, en lugar de extremidades; vaginas dentadas… Un universo de seres cuya característica común es su capacidad de poner en peligro a la comunidad y, en particular, a aquéllos que se atreven a cruzar sus dominios… Todo hasta la llegada de un héroe capaz de hacer frente a su poder sobrenatural, resolviendo el enigma que resguardan, derrotándolas u obligarlas a huir.
En su interesante ensayo “Orden y caos, un estudio sobre lo monstruoso en el arte”, José Miguel G. Cortés afirma: “La existencia de monstruos femeninos dice más de los miedos masculinos –entre otras cosas porque han sido los hombres quienes los han creado– que sobre los deseos de la mujer o la subjetividad femenina. Es decir, que estos monstruos dan cuenta, en primer lugar, de un sagrado y gozoso temor masculino de ser infectado de feminidad: de ser devorado y castrado; y, en segundo lugar, son testimonio de cierta disidencia femenina en relación con la disciplina patriarcal, mujeres al margen de la obediencia complaciente respecto del hombre, en la cual ella debería ser la hija obediente, la esposa complaciente, la madre sacrificada…
“A causa de esta posición transgresora, ella es considerada lujuriosa, descontrolada, lasciva e insaciable, situada por fuera del orden masculino; se trata de una versión femenina díscola, de la cual se construyen imágenes que la consagran como un ser bestial, voraz y depredador del hombre.”
Aunque no es extraño encontrar mujeres “normales” en dichas historias, resulta intrigante que muchas veces, a pesar de no poseer atributos “monstruosos”, aparezcan en mitos, leyendas y cuentos populares como las causantes de múltiples desgracias, al no ser capaces de respetar una prohibición: Eva, al comer la manzana del árbol del conocimiento; Pandora, por abrir una caja que contenía enfermedades y plagas; Helena de Troya, por no haber respetado el vínculo matrimonial. Todas ellas son personajes asociados al pecado, la aparición de enfermedades, la guerra o la muerte.
La literatura y el cine tampoco han logrado escapar de la desconcertante mezcla de terror-fascinación que producen personajes femeninos terribles que, ya sin los atributos de los monstruos antiguos, pueden evidenciar la “monstruosidad de sus almas” al poseer la dulce inocencia de una niña perversa que seduce a su padrastro (Lolita), o la cruel frialdad de una prostituta que denigra el amor y la inteligencia de un viejo profesor (El ángel azul). Muchos relatos ancestrales nos han llegado luego de siglos de manipulación y “adecuaciones”, generadas tanto por la cultura que las originó como por las que después las retomaron, con el afán de descalificarlas o manipularlas en beneficio de la ideología predominante. Sin embargo, estos afanes no sólo no logran aniquilar su poder, sino que, debajo de todos los velos, permiten que siga latiendo su fuerza inherente e invitan a descubrir lo que ocultan a quien tenga la voluntad de hacerlo.
Las narraciones populares representan una de las fuerzas más vitales de la cultura y reflejan los miedos, las contradicciones y demás dualismos que la lógica se ve impedida a constreñir en una sola definición que pretenda restar su dinámica: todo en la naturaleza (incluida la humana) se mantiene en una constante lucha entre vida, muerte y transformación, que se ve reflejada en la polifonía y la policromía del pensamiento y las emociones humanas que sintetizan, en la representación de la lucha entre lo femenino y lo masculino, una de sus mejores metáforas de la búsqueda de unión de
los contrarios: razón y emoción, fuerza y sensualidad, poder y contención… Por ello, no resulta extraño descubrir que, en pleno siglo XXI, sobrevivan expresiones que siguen conectándonos y confrontándonos con la sabiduría ancestral que resguardan los símbolos, los cuales han sido una de las mejores herramientas desarrolladas por nuestra psique para tratar de comprender nuestra relación y lugar en el mundo; vínculo que sigue escapando del análisis unívoco de la razón y del “logos” que se afanan, inútilmente, en negar el misterio, lo numinoso y lo telúrico que nos vinculan con las fuerzas esenciales de la naturaleza y de la vida, que se asocian a lo femenino. Más allá de buscar en estas historias el resultado del afán masculino por controlar a la mujer como expresión de la naturaleza indómita o de tenerlas como meras ficciones de la etapa infantil de la humanidad, me gustaría llamar la atención del lector y los profesionales en el tema –sociólogos, psicólogos, antropólogos, historiadores…–, para seguir intentando develar el misterio que ocultan los mitos y las leyendas.
Es una invitación a entenderlas como representaciones simbólicas –de carácter polisémico– que desbordan cualquier intento de definición que pretenda ceñirlas a un solo ámbito de la existencia, y capaces de abarcar una pluralidad de sentidos y significados (culturales, religiosas, familiares e individuales), pues como afirma Robert Graves en su maravilloso libro La diosa blanca: “La actual es una civilización en la que son deshonrados los principales emblemas de la poesía: en la que la serpiente, el león y el águila corresponden a la carpa del circo; el buey, el salmón y el jabalí, a la fábrica de conservas; el caballo de carrera y el lebrel a la pista de apuestas, y el bosquecillo sagrado, al aserradero. (Sin embargo) el lenguaje de la verdadera poesía siempre estará asociado a los viejos mitos.”
Estoy convencida de que sólo a través del mito –y del arte que es el que mejor lo resguarda– podremos revelar nuestra verdadera condición y acercarnos a una visión más profunda de la vida que nos devuelva la capacidad de maravillarnos ante sus enigmas, ante las infinitas posibilidades de la existencia y la expresión humana. Sirva este texto como una provocación para explorar estos horizontes y sus nuevas posibilidades de significación, más allá de cualquier “certeza”, pues el lenguaje del mito es siempre la subversiva oportunidad de trascender y reconciliar los aparentes opuestos y entender que día y noche, vida y muerte, luz y oscuridad, bueno y malo, femenino y masculino, sublime y monstruoso no son más que la superficie aparente de algo que, aún con nuestra prodigiosa inteligencia, no hemos sido capaces de descifrar…, de ahí su riqueza y su capacidad para seducirnos.
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