Zita Finol
A la memoria de mi padre Nicolás González Santillán, hombre que se forjó sobre el camino al despuntar el siglo XX. Campesino, marino, revolucionario, líder obrero, por veinte años dirigente máximo de los Alijadores de Tampico, fundador de la Confederación Nacional de Cooperativas, antecedente de la Confederación de Trabajadores de México; hombre que supo comprender a sus congéneres y, en su estado natal, Colima, se convirtió en leyenda a grado tal que sus enemigos llegaron a afirmar en periódicos locales que él nunca había existido.
Si me preguntan cuál es el recuerdo más vívido que tengo de mi padre, bien a mi memoria una escena de hospital. Él a quien le fallaba el corazón, había sido internado de urgencia, víctima de una embolia. Mudo, inmóvil, yacía en la cama. Sólo sus ojos oscuros y vivos delataban su total percepción de todo lo que ocurría a su alrededor. Mi madre y yo, jovencita, estábamos a su lado.
De pronto, se abre la puerta del cuarto y en el umbral se perfila la figura de un hombre uniformado, con charreteras y galones dorados. “Traigo un cariñoso saludo del presidente don Miguel Alemán. Supo que usted estaba enfermo y me envía a preguntarle qué se le ofrece.”
Silencio, momento mudo. Mi madre llora. Con temblor de voz le digo:
–Él no puede contestarle…
El militar se dirige entonces a mi madre, quien lo mira sentada en el sillón donde había pasado toda la noche: “A sus órdenes, señora, lo que se le ofrezca….”
Ella alza la mirada, desafiante: “De él no necesitamos nada, absoluta- mente nada”, replica.
Tres días más tarde muere mi padre y, en su velorio, Adolfo Ruiz Cortinez y el entonces presidente se diputan el honor de hacerse cargo de su entierro. Fue sepultado por cuenta de la Nación en el Panteón Francés de San Joaquín.
Tiempo después supe que mi padre había discutido con Miguel Alemán, porque éste lo había impulsado a hacer campaña para gobernador de Colima y, en el último momento, a poco más de una semana del día de las votaciones, le dijo que lo sentía pero que por un compromiso apremiante debía pasarle toda su gente al que sería el próximo gobernador.
En contraparte, el presidente le había ofrecido la dirección de la Central de Drogas de México. La respuesta de mi padre fue contundente:
–No, gracias, ese asunto no es para mí. Yo no le entro a las drogas; si quieres, dáselo a otro…
II
El escenario es rural. Una choza en las afueras del poblado de Comala, donde mi padre había llegado como parte de su campaña electoral para gobernador de Colima. Yo, tímida, no me separaba de él. Apoyado por sus partidario, recibían a los campesinos de lugar.
– Gusto en saludarte, Nicolás.
– A mi también me da gusto verte, Agustín. ¿Todo bien?
Desde mi estatura infantil, veía a los campesinos con sus pantalones de manta liados a la cintura, con sus huaraches llenos de polvo y –lo supe después– la mirada de quien está hecho para enfrentar las penalidades.
En un instante en que nos quedamos solos, ya de salida hacia la capital del estado, mi padre volteó a verme con una mirada intensa, como si buscara que sus palabras quedaran grabadas en mi mente, y me dijo:
Este destino me habría tocado si no me hubiera ido de aquí…
III
A las seis de la mañana, aún os- curo, mi padre tocó la puerta de mi cuarto. Yo terminaba la preparatoria y debía presentar examen oral y escrito sobre la historia de México. Le dije que el periodo revolucionario no me quedaba del todo claro, el maestro había dado tantos datos que estaba confusa. Serio y hombre de pocas palabras, por lo habitual, me preguntó: “¿A qué hora tienes el examen?”
–Mañana, a las diez…
Al día siguiente, muy temprano, sentado en un sillón, comenzó a con- testar mis preguntas como si jara su ente en un remoto pasado; pintó un cuadro campesino de opresión y miseria; hombres, familias enteras, en manos de los grandes terratenientes; gente sin otra ruta que la obediencia amarga. Saber leer y escribir, llevar una vida decorosa, no era para ellos. Sólo les tocaba trabajar duro sin esperar nada… Hasta que un día se cansaron.
Al influjo de sus palabras, desfilaron ante mí las figuras de Madero, Zapata, Villa, Obregón: “Estaba sentado cerca de él, cuando lo asesinaron en La Bombilla”, me dijo hasta llegar a la Constitución de 1917.
–Fue una revolución más sangrienta que la rusa, aclaro, pero, pese a ello, no solucionó todo, aún nos faltan por hacer muchas cosas.
–Tú, en lo particular –le pregunté–, ¿por qué entraste a “La bola”? –Mi papá me traía con él en la hacienda donde trabajaba de peón. Un día decidió dejarla e irnos rumbo a Manzanillo donde tenía unos parientes, entre ellos el tío Librado, al que conocí años más tarde, cuando fue presidente municipal de ese puerto. En el camino nos alcanzaron “los rurales”, quienes sujetaron a mi padre por las muñecas con una cuerda ata- da a la silla de un caballo y lo regresa- ron casi arrastrándolo y yo, chiquillo, llorando detrás de él… Luego de una pausa, comentó en voz baja: “A los catorce, logré huir a Manzanillo, pero antes de irme le prometí a mi padre que volvería por él y le pedí que me esperara. Es triste que un chamaco pueda guardar tanto resentimiento.”
–¿Volviste a tiempo?
–Sí, pude hacerlo en mejores condiciones. Él murió en mis brazos con todas las atenciones posibles.
IV
Al evocarlo, enfrento el problema de ordenar la memoria, de seleccionar recuerdos y resumirlos. La vida de don Nicolás, como se le llamaba con respeto, fue digna de novela, rica en sucesos que van desde que, adolescente, se embarca como polizón en Manzanillo rumbo a San Francisco; luego, como tripulante viaja a China, para regresar después a México y unirse a las fuerzas de Pancho Villa, donde fue teniente, y, años más adelante, encabezar por 20 años al gremio de los Alijadores Unidos de Tampico, en Tamaulipas; y participar en la fundación de la Confederación Nacional de Cooperativas de Actividades Di- versas de la República Mexicana.
Una vida plena, de duras pruebas y satisfacciones, también de errores, porque los hubo, y creo que uno de ellos fue su estancia por dos décadas al frente de los alijadores. Le en- cantaba ver jugar al equipo de beisbol del gremio, el que ganaba una y otra vez en la naciente liga profesional. Ese deporte era su pasión. Amante de la música, de la bohemia y, desde luego, de las mujeres…
Podríamos decir que encarnaba al tipo de hombres que México produjo en el tiempo revolucionario y que ahora se han desdibujado de nuestro paisaje. Era un hombre alto y muy fuerte y muchas veces lo imaginé estiban- do bultos en el muelle de Tampico, junto a los compañeros con los que vivió tantos años. Tras el asesinato de Isauro Alfaro, el primer líder de los alijadores, ocupó su lugar. Le tocó consolidar la obra y con ello crecieron el poder y la jerarquía de estos trabajadores, la gran mayoría socialistas y comunistas, e incluso había varios anarquistas españoles.
El país despertaba y las luchas por derechos laborales, por mucho tiempo aplazadas, cobraban forma con institutos como las confederaciones Regional Obrera Mexicana, CROM; la de Trabajadores de México y la CTM. Los alijadores fueron avanzando y crearon su propia cooperativa, la casi legendaria El Esfuerzo.
Los alijadores enfrentaron por aquel tiempo la codicia de empresarios ingleses y norteamericanos. Las situaciones de peligro fueron muchas. Surge aquí, borroso por los años, otro recuerdo.
Me veo pequeña, de cuatro o cinco años, en la casa que teníamos en la colonia Águila, en Tampico; me veo cruzar su gran terraza con tranquilidad, sin advertir que estaba frente a unas ametralladoras listas para disparar, colocadas en el pórtico. Recuerdo gritos y unas manos que, rápidas, me levantaron en vilo, quitándome del peligro.
Fueron los días difíciles de la expropiación petrolera, los días en que se jugó el destino de México en una sola apuesta, y se esperaba una invasión gringa por el puerto de Tampico.
V
En una ocasión, el peligro se unió a lo humorístico. Al iniciar su campaña por la gubernatura de Co- lima, mi padre llegó a la capital esta- tal por tren y no por la carretera para evitar al gobernador Manuel Gudiño, su rival político. “Gudiñito”, como le decían con sarcasmo, había advertido que lo mataría si pisaba el estado.
Él respondió sin palabras llegando con nosotras: su hija y su esposa. Entre los pasajeros del tren venía un hombre pequeño y delgado que dijo ser el nuevo chef del hotel Santa Anita. Cuando supo que irían a buscarnos a la estación para llevarnos precisamente a ese lugar, pidió ir con nosotros. Los guardias miraron a mi padre y él aceptó con una sonrisa.
A la llegada del convoy de mi padre, subimos a una gran camioneta y el chef se colocó en medio del chofer y uno de los guardaespaldas. Otra camioneta debía seguirnos para darnos apoyo, pero, apenas habían arrancado los automóviles, un vehículo ajeno al grupo se nos pegó atrás.
Sonó la voz imperiosa de mi padre diciéndonos “¡Al suelo!”, y comenzaron a sonar los balazos; un breve tiroteo, pues el vehículo de respaldo se interpuso entre nosotros y los que nos disparaban. Silencio en el resto del camino. Cuando al n llegamos al hotel y bajamos de los autos, vi con asombro que al chef se le habían mojado los pantalones…
VI
Durante la misma campaña, pero ahora en Manzanillo, había corrido un peligroso rumor: Gudiño, quien tenía su propio candidato a su- cederlo, había contratado a un gatillero para que le disparara a don Nicolás.
–Así no se puede seguir –dijo mi padre.
Decidió encarar la situación en la plaza del puerto, junto a un quiosco con mesitas donde se servían helados y refrescos. Eran las nueve de la no- che y ya no había gente en el sitio. El plan era que él se pondría de blanco fácil para que el tirador se acercara y cuando intentara disparar, le caerían encima, con lo que además exhibirían al propio gobernador.
Como estaba acordado, junto a nosotras tomó asiento, de espaldas hacia donde se esperaba la llegada del pistolero. Yo veía al frente, con la mano derecha sosteniendo un vaso de refresco. Miré a un hombre acercarse directo y de súbito empuñar una pistola. Todo fue muy rápido. Varios hombres cayeron sobre él y lo derribaron… Y el vaso en mi mano se rompió por la presión que, sin querer, había ejercido. Todavía en la palma de la mano derecha me queda una cicatriz.
–¿No te dio miedo? ¿No te dio miedo que te mataran? –le pregunté días después del suceso.
–Como a cualquiera, pero hay que pensar qué es lo peor que te puede pasar… ¿Morirme? Eso, a n de cuentas, no es tan grave. Hay cosas peores.
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