La carta del presidente López Obrador al rey español invitándolo a que, como institución, pidiera perdón a los pueblos nativos asolados durante la conquista de lo que hoy es México, invitándolo a revisar el periodo histórico con una pulcritud que abonase a la mejoría de las relaciones entre ambas naciones, suscitó acres reclamos tanto aquí como en el país europeo.
Aquí, los que leyeron mal la misiva o los que intentan reírse del autor, acusan de inútil al envío y se sienten distantes al forzado mestizaje que lo que pasó, pasó, pero sin malinchismos y eso sí, sin ir a Tlaxcala; allá, los burdos –así llaman los hispanos a sus rústicos- dicen que los pueblos indígenas no fueron arrasados sino civilizados y que deben a España cruz y nombre.
Ambos pueblos son mestizos, pero tienen sus propias visiones del mundo, diferencias filosóficas básicas al grado que, si uno tiene religión de Estado, laico es el otro; si uno tiene idioma oficial, el otro no y asume las lenguas nativas y la de uso; uno acepta la monarquía divina y el otro es republicano… En fin, que mucho es lo que ha tenido que tolerar la relación entre ambos.
La herida sigue abierta, como se dice en la carta, y su sola alusión basta para que la carne punce. Aquí debe leerse o releerse El laberinto de la soledad, de Octavio Paz y allá, los libros que existan sobre Cárdenas y la Guerra Civil Española o los que hablen sobre el nuevo éxodo español en México. Guste o no, se trata de una suerte de conflicto familiar que debe ser ventilado.
Pese a la falta de lucidez mostrada de uno y otro lado del océano, dejando de lado las notables excepciones, y digo notables por su calidad; la carta tiene validez: es tiempo ya de ventilar las diferencias entre los dos pueblos, entre dos países a la vez tan cercanos como lejanos. No se trata de un reto anacrónico, sino de un diálogo anclado en la academia y la política.
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