Cuando la tía Felícitas murió, recibí más de cincuenta paquetes que contenían lo que ella llamaba
las joyas de su biblioteca. En mi departamento, aquello se convirtió en un problema. Estaban por
todos lados y me tomó años ir abriendo, uno a uno, y decidiendo con qué me quedaba y qué dejaba ir. Tuve que regalar muchos libros, vender otros más y con el resto fui poblando los libreros
que mandé a hacer y recubrían todas las paredes de mi pequeño hogar.
Uno de esos días en el que abría uno de los paquetes, entre los libros, casi al fondo, encontré
la caja. Ya casi la había olvidado. Verla me devolvió las tardes fantásticas a lado de mi tía Felícitas.
Cuando yo era niña, hurgando en su vestidor descubrí la caja entre su ropa. Inmediatamente
llamó mi atención, la examiné detenidamente buscando la forma de abrirla, pero parecía ser solo
un cubo sólido de siricote, una madera oscura y pesadísima, con un escorzo claro y oscuro que
naturalmente la decoraba. Cuando intentaba abrirla, mi tía Felícitas me sorprendió por detrás, yo
di un salto y después me hice la longuis. Mesándome el cabello, fingí estar buscando mi pizarrón
magnético, pero ella, que se las sabía todas, todas, me dijo en confidencia que aquella caja era
mágica y que, si le guardaba el secreto, algún día me la regalaría. ¿Cómo mágica?, quise saber. Y
ella me dijo que esa caja podía darme todo lo que yo deseara, siempre y cuando fuera algo adecuado para mí, coherente con mi persona y que cupiera dentro. No podía pedir dinero, ni un auto
último modelo, tampoco una casa. Entonces, tomó la caja y la acercó a la ventana de su cuarto
abierta de par en par. “Mira —me dijo—, ¿qué te parece si pedimos una paloma?”, y, colocando
las manos sobre el cubo, cerró los ojos. Acto seguido, una de las caras se desbloqueó y se escuchó
un zureo. La tía Felícitas la abrió y con ambas manos sacó de su interior una paloma blanquísima
que dejó escapar por la ventana.
Aquella noche no pude dormir, quedé realmente impresionada y juré guardar el secreto de
la tía para siempre.
Las siguientes visitas no me decepcionaron, desde muchos días antes yo ya tenía muy claro
qué le pediría a la caja y vivía intensamente el gozo anticipado de tenerlo. Era común que, en
plena reunión familiar, la tía y yo aprovecháramos la algazara para desaparecer sin ser notadas.
18
Ansiosa, la seguía a su habitación donde ella, sigilosa, cerraba la puerta y sacaba de su vestidor el
cubo mágico. Yo me acercaba excitadísima, y en un acto ceremonial, ponía las manos sobre la madera, cerraba los ojos y le pedía a la caja eso que tanto había deseado. La caja crujía, desbloqueaba
la puerta e, invariablemente, me complacía. “No olvides que esto es nuestro secreto”, me decía
mi tía. Y yo me sentía especial por ser su cómplice y feliz de saber que algún día la caja sería mía.
Gracias a la caja, fui la envidia de todas mis amigas por tener esa batería de acero inoxidable
en miniatura completa, la Juanita Pérez y su colección de atuendos, una plancha de juguete —sin
el burro, claro, porque ese no cabía en la caja—, un estuche con ciento veinte lápices de colores.
A medida que fui creciendo, mis obligaciones aumentaron, mis visitas a la tía Felícitas fueron
cada vez menos frecuentes y la historia de la caja se fue quedado como un recuerdo más de mis
fantasías infantiles.
Ver nuevamente la caja me conmovió. La tomé con ambas manos, la llevé a la barra de la
cocina y con una franela pulí su hermosa madera. La coloqué sobre una mesa baja frente al sillón
de la sala y me senté a observarla. Recordé entonces cuántos regalos la tía me había procurado
para alimentar aquella ilusión y lloré con amargura su muerte, pensé en la delicuescencia de la
vida, en la fugacidad del tiempo y me quedé sumergida en un estado caliginoso que me invadió
por días.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que se me ocurriera abrir la caja; me senté en el sillón y
busqué entre sus caras idénticas la que era abatible, pero no di con ella. Pensé si no habría sido
una ilusión también aquello y en realidad era un cubo, no una caja. Y más como una repetición
de aquellos momentos infantiles que con la seria intención de abrirla, puse mis manos sobre esta,
y pensé en un collar que había visto en un bazar unos días antes y que me había arrepentido de
no comprar. Me quedé helada al reconocer el crujir de los engranajes que desbloqueaban la tapa
abatible; nerviosa, la abrí y lo vi ahí. Un bochorno de atardecer azul y rosa me invadió inmediatamente, sentí una onda de gratitud expandirse desde mi centro; ver el collar ahí no solo renovó
mi ilusión por la materialización de mis pequeños deseos, también me regaló la certeza de que
mi tía, aunque yo no pudiera verla, estaba ahi.

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