> MACARENA HUICOCHEA
S i algo ha caracterizado a nuestra especie ha sido la pretensión de suponerse capaz de controlar todo, y ello puede verse no sólo en los primeros testimonios gráficos en las cuevas, donde se representaban escenas de caza —una forma ritual para propiciar a los espíritus de los animales y, sin riesgo, poder alimentarse de ellos—, sino también, por ejemplo, más adelante, en las danzas primarias que se realizaban en honor a los dioses de la fertilidad, de las semillas y de lluvia para que enviaran sus dones y brindaran buenas cosechas. La búsqueda de poder sobre la naturaleza o sobre otros hombres bien podría definir la historia humana y, en este ámbito, destacan dos formas de comprender el poder: como una batalla entre contrarios en medio de la cual el hombre debe elegir entre los poderes de la luz o los de la oscuridad, de la vida y la muerte, de la destrucción y la construcción, o como un combate en el que los opuestos se complementan y mantienen un inestable equilibrio de poderes, pero de cuyo “conflicto” surge la constante transformación de la existencia.
Algunas de las tradiciones más antiguas, como la sumeria, la egipcia y la persa, recrearon mitos en los que los dioses pelean por el poder y los que representan a la “luz y la vida” terminan por derrotar a quien encarna a la “oscuridad y la muerte”; en occidente, sucede algo parecido: desde la mitología griega hasta las religiones procedentes del judeocristianismo, la lucha establecida entre las divinidades contrarias y sus batallas se conciben como el proceso que lleva al triunfo del “orden sobre el caos”. En el caso griego, los dioses olímpicos representan el “cosmos” en eterna lucha contra los titanes “fuerzas destructoras”; mientras que en el de las procedentes del bíblico pentateuco, un dios todopoderoso y único expulsa a los demonios del cielo —y a Adán del Paraíso— por “rebelarse y desobedecer” sus órdenes, lo cual da cuenta del “triunfo” de una fuerza que somete a otra que pretende confrontarla.

LA VISIÓN MESOAMERICANA
Para otras culturas, como las de Mesoamérica, los límites entre los poderes cósmicos no son tan claros como supone la mentalidad occidental y dualista pues, en esas latitudes, las deidades que rigen dichos poderes permanecen en una lucha perpetua, que reinicia una y otra vez las creaciones y las mantiene (precisamente) gracias al conflicto entre fuerzas opuestas: poderes siempre dispuestos al “sacrificio”, la muerte y la resurrección, como parte del precio por mantener el equilibrio entre los opuestos complementarios, que de este modo mantienen los sucesivos mundos, a través de un constante proceso de regeneración y evolución. Entre estas divinidades ancestrales, el jaguar es en particular interesante, pues transita entre las diversas realidades que parecen distinguir al día de la noche, la vida de la muerte… y las representa como símbolo del mayor de los poderes: el de la transición entre realidades, mundos, procesos naturales e, incluso, espirituales. En su artículo “El jaguar entre los mayas, entidad oscura y ambivalente”, publicado en la revista Arqueología Mexicana, No. 46, la investigadora María del Carmen Valverde Valdés señala: “El jaguar viene a ser un símbolo del poder que reina en el corazón de la tierra y en la parte oscura del Universo.

Lo intrincado de las selvas y pantanos, así como lo abrupto de las montañas —que son el equivalente simbólico del ámbito salvaje de la naturaleza, el espacio no socializado por los hombres—, son los lugares donde habita el jaguar.” Así, no es extraño que el jaguar estuviera asociado a la noche, la oscuridad y con un concepto tan complejo y poético como el del sol de medianoche: el astro, en su aspecto nocturno, que “muere” y se convierte en felino para descender al mundo de los descarnados y recorrer las tinieblas del inframundo y, posteriormente, la oscuridad celeste del cielo estrellado, representado por su piel moteada. Es precisamente en este ámbito que el mito se sirve de la poesía y permite la reconciliación de lo que parece imposible: la coexistencia de los opuestos, donde el caos y el desorden son fuerzas creadoras que anteceden a la existencia de la palabra que intenta, sin éxito, apresarlos y definirlos. Aquí, el símbolo y la metáfora muestran su valor para ir más allá de la representación unívoca y fija, revelando esos mundos que nos acechan, dispuestos a deshacer los frágiles nudos que pretendemos imponerles con la lógica y la ciencia. Son fuerzas de un universo, naturaleza que —a pesar de nuestros afanes— siempre muestran aspectos desconocidos, ignorados, inexpresables y, por ello, aterradores.

Rudolf Otto, destacado teólogo e historiador de las religiones, en Lo santo: lo racional y lo irracional en la idea de Dios (Editorial Alianza) propone que las manifestaciones de lo sagrado no sólo son misteriosas, sino que también pueden ser terribles, pero, a la vez fascinantes por su capacidad de evadir nuestras definiciones y permanecer ocultas, indescifrables e innombrables (la eternidad de Dios, por ejemplo); por lo que se entiende que la mente las represente a través de objetos o criaturas peligrosas y difíciles de civilizar; es decir, pretende que, al darles nombre e imagen, logrará disminuir su poder al intentar “controlarlas”. Los seres humanos hemos desarrollado la cultura y las ciencias como una forma de intentar comprender, encadenar y luego creer que podemos entender a las fuerzas cósmicas superiores a nosotros, incluso dando forma humana a los dioses para acercarlos a nuestras propias formas de ser e interpretar la realidad… A pesar de ello, la naturaleza y sus creaturas (y nuestros instintos más profundos) suelen escapar, disfrazarse y burlar las jaulas de la conciencia, demostrando lo vano de nuestros afanes y poniéndonos siempre alertas frente al ataque de la “bestia” que habita nuestras pesadillas e incertidumbres

EL PODER DIVINO
El jaguar es personaje habitual en las mitologías olmeca, maya y azteca y se puede ver representado en esculturas, murales, códices, sahumerios y diversas vasijas que lo asocian con la fertilidad y la muerte; las cuevas, el inframundo y el agua subterránea; pero también con los ciclos de la agricultura en los que las semillas son enterradas y “mueren” para dar vida a las plantas, expresando la capacidad “ambigua” de la tierra que “devora” los cuerpos de sus criaturas para crear nueva vida. Es por ello que resulta igualmente poética la idea de que las rosetas de la piel de jaguar son como las flores que surgen de la tierra y, al mismo tiempo, como las estrellas que, cual flores del cielo nocturno, iluminan y marcan los ciclos agrícolas y los destinos de los hombres. Para estos pueblos antiguos, el jaguar era algo más que un animal, pues representaba el poder divino que se expresa en las varias representaciones de deidades con aspecto híbrido entre lo humano y lo felino, lo que posteriormente se transformó también en un símbolo de esta fuerza “divina” presente en quienes ostentaban el poder político y militar, por lo que muchos tronos de gobernantes (y ellos mismos) eran representados con pieles y otros atributos de jaguar (sus dientes, orejas, manchas en la piel, etc.). Dioses, reyes, guerreros y sacerdotes mayas añadían a sus nombres el del jaguar (balam), como referencia a dicho linaje sagrado, símbolo de prestigio y poder. En la leyenda nahua de los soles, el primer sol que apareció en Teotihuacán (la “ciudad donde nacieron los dioses”) fue el Sol de Tierra (Jaguar), una advocación de Tezcatlipoca, el primigenio hijo de los dioses. En su reinado, el cielo se desplomó, el sol no siguió su ruta y se hizo de noche en pleno día y los jaguares devoraron a los hombres, por lo que otro sol tuvo que nacer… y así hasta nuestra era: el quinto sol. Tlaltecuhtli, divinidad mexica de la tierra, estaba representada de cuatro formas distintas: femenino antropomorfo, masculino antropomorfo, femenino zoomorfo y como Tláloc-Tlaltecuhtli (masculino zoomorfo) que poseía garras de jaguar o se le tenía como un monstruo caótico y fértil que asumía un doble papel en el cosmos: un devorador insaciable de sangre y cadáveres que, al morir, da origen a todas las criaturas vivientes. Era representada con la misma dualidad que el jaguar y expresaba la misma polaridad: día-noche, vida-muerte, femenino-masculino, cielo-tierra… y a las fuerzas transmutadoras de la materia, ocultas bajo la tierra en el inframundo, cuyo acceso se localizaba en las cuevas que protegía el jaguar y le servían como refugio. Por otro lado, el dios maya K’inich Ajaw (Señor de Ojo Solar), portador de la luz, el calor y la fuerza vital y —una de las manifestaciones del dios creador Itzamná—también tiene entre sus representaciones algunas imágenes que lo muestran con orejas de jaguar. Así, el fascinante simbolismo del jaguar ha dado origen a múltiples ensayos y estudios que en un texto breve como este no se podría abarcar, pero el lector interesado podrá encontrar abundante información al respecto y dejarse seducir por esta representación de las fuerzas elusivas que se esconden en los ámbitos donde lo sagrado se manifiesta también a través del poder del caos y la oscuridad… o de su contraparte: el inestable y tenso afán por contenerlo.