Carlos Manuel Vázquez Álvarez, coordinador del Campus Cancún Universidad de Quintana Roo.

Una de las obras más emblemáticas del Siglo de Oro español es, sin duda, el óleo “La familia de Felipe IV” o, como se le conoce de manera popular, “Las meninas”, del gran maestro sevillano Diego Velázquez (Diego Rodríguez de Silva y Velázquez). Es una obra en la que, por su perspectiva, parece que el espectador puede participar en la palaciega escena. He tenido la oportunidad de admirar varias veces esta obra maestra en el Museo del Prado, en Madrid. Desde la vez primera que la vi, me impresionó a tal grado que me comprometí conmigo mismo a regresar a verla cada vez que estuviera en la ciudad, lo que resultó fácil, pues entonces estudiaba en la Universidad de Salamanca y para mí la capital hispana era paso obligado.
 La segunda vez que observé la pintura, encontré la razón de mi fascinación: estaba parado dentro del mismo lienzo y veía pintar al mismísimo Velázquez en la amplia sala del piso bajo del antiguo Alcázar de Madrid, cerca del llamado “Cuarto del príncipe”, por haber sido aposento del príncipe Baltasar Carlos.

Una vez que entendí la propuesta del pintor para con el espectador, empecé a estudiar a cada personaje. Primero a la infanta Margarita de Austria, centro de la escena, cuidada por sus pajes o meninas, todos ellos parte de la nobleza española. Isabel de Velasco, hija de don Bernardino López de Ayala y Velasco, muerta en 1659 tras haber sido dama de honor de la infanta, es la que está de pie a la derecha, con falda o basquiña de guardainfante, en actitud de reverencia.

Están también María Agustina Sarmiento de Sotomayor, hija del conde de Salvatierra, heredera del Ducado de Abrantes; y Mari Bárbola, quien entró en palacio en 1651, año en que nació la infanta; en su séquito siempre estaba Niolasito Pertusato, enano de origen noble del Ducado de Milán, quien llegó a ser ayuda de cámara del rey y murió a los setenta y cinco años de edad. Situada en primer plano, junto a un mastín, está Marcela de Ulloa, viuda de Diego de Peralta Portocarrero, encargada de vigilar a todas las doncellas de la infanta Margarita. Conversa con un personaje desconocido; los historiadores sólo lo señalan como un guardia o guardadamas.

Veo la obra y estoy de pie, casi junto al maestro, quien está pintando al tiempo que me mira. Al fondo se halla José Nieto Velázquez, aposentador de la reina, quien vela para que nadie vaya más allá del salón donde se ejecuta la pintura. Tengo un gran espacio entre el piso y el techo que me cobija –es como si fuera parte del todo– y detrás de mí están los reyes Felipe IV y Mariana de Austria, a los que puedo ver gracias a un espejo que queda a mi altura; no es como una fotografía, es un lugar tan real como en el que estoy parado.

Desde mi punto de vista, esta pintura supera a la mejor de las fotografías; sus personajes, incluyéndome, nos distribuimos en el salón, cuya profundidad y altura generan un gran vacío sobre nuestras cabezas, pero cuya penumbra está animada por un haz luminoso, que, salido de una ven- tana a la derecha, da de lleno en la menina, a la vez que otro eje luminoso cruza la escena, en este caso nacido en la puerta del fondo y, a su vez, del halo que, desde el foco que irradia el entorno virtual de los reyes, rebota en el espejo.

Estos efectos de claroscuro y la superposición de sendas perspectivas, lineal y aérea, logran una sensación de realidad casi mágica. ¿Y si pudiéramos entrar y pasar por la puerta del fondo, la vigilada por el aposentador? De seguro iríamos a uno de los muchos patios del Alcázar de Madrid y de allí a las calles de la capital española de 1656, año en que se celebrara la victoria de Juan José de Austria sobre las tropas francesas…

Pero regresemos a nuestra historia. Los óleos de Velázquez son muy cotizados. En aquel momento, de su paleta salen obras inmortales como “La túnica de José” y “La fragua de Vulcano”, el retrato de Inocencio X y, desde luego, “La rendición de Brenda”. Junto con su esposa Juana Pacheco y sus dos hijas, el artista vive con comodidad hasta el n de sus días en agosto de 1660. Además, el aprecio del rey y su amistad con el conde-duque de Olivares le atraen títulos de nobleza como el de caballero de la Orden de Santiago, la más prestigiosa de España.

Como bien se sabe, “Las meninas” es una de las obras más estudiadas de la historia y, aun así, no todos los historiadores están de acuerdo con su significado, su género e incluso su fecha.

La disposición de puertas, ventanas, espejos y cuadros dentro de los cuadros, y gente que mira a los ojos a quien los observa son algunos de los misterios que oculta este lienzo, donde las guras son de tamaño real. La obra se titula “La familia de Felipe IV”, sí, pero, el rey (en principio) no parece el protagonista.

¿Qué es este cuadro? ¿Un retrato colectivo? ¿Una “escena de conversación” como las que estaban de moda en la época? ¿La instantánea de un interior? ¿Una alegoría para dignificar y reivindicar su oficio de pintor?

Las interpretaciones son muchas y lo que está claro es que algunos de los personajes retratados parecen mirar hacia afuera del cuadro, hacia nosotros. Algo llama su atención. Según los estudiosos, las opciones son éstas: si los reyes no están en la sala, pero se reflejan en el espejo, lo lógico es que Velázquez está pintando su retrato; los reyes posan para el artista y la imagen del cuadro aparece en el espejo, pero en realidad ellos están donde estamos nosotros.

Otra posibilidad es que el artista está pintando en el palacio cuando, de pronto, entran los monarcas. Algunos se percatan y alzan la mirada. Como los reyes están donde es- tamos nosotros, como espectadores, se reflejan en el espejo del fondo. La última alternativa es que él pinta en realidad a las propias meninas y en ese momento aparecen los re- yes. Así que lo que en realidad aparece en el lienzo —del que sólo vemos su bastidor por detrás— serían las meninas dentro de las meninas… y lo que pinta es la pintura misma que nosotros estamos viendo. Sin más: una obra de arte conceptual en el siglo XVII.

Han pasado los años y mis visitas al Museo del Prado son ya esporádicas, pero cada vez que estoy en España pro- curo contemplar “Las meninas” y sumergirme en una obra que, para mí, bien pudiera ser un alarde del pintor. De cerca vemos un montón de pinceladas, casi como de técnica impresionista, pero de lejos todo cobra sentido y las guras se hacen de carne y hueso. El pintor plasma el ambiente de la habitación y hace un uso magistral de la perspectiva, que da esa profundidad a la escena, a través del aura de que dota a cada personaje y hasta el propio aire difumina los contornos de las guras…

Tal vez pronto admire de nuevo el lienzo, pero mientras, en lo que toca al misterio de “Las meninas”, me siento acompañado por los trazos y letras de Goya, Monet, Théophile Gautier, Oscar Wilde, Foucault, Ortega y Gasset y otros tantos artistas que, como yo, sucumbieron al encanto de una de las más grandes obras de la pintura universal.

 

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