Jorge Jufresa

Al igual que quien practica tai chi, en general, por hermosa que sea su ejecución, no lo hace para un espectador, Pilar Jufresa no pinta para entrar en las galerías. Sin duda, le complacen los cumplidos que con frecuencia recibe y se tiene la confianza para, con un cuadro, dar algo suyo a seres queridos, pero su pintura se quiere más gimnasia poiética* y regalo amoroso que búsqueda de un lugar entre los famosos, a quienes admira. De hecho, las incursiones artísticas de Pilar siempre son una reivindicación y una invitación: “¡Poblemos el derecho a expresarnos! ¡No permitamos que el mundo de los autores consagrados, por muy legítimamente que lo sean, nos expulse del placer de producir!” Como hermano suyo creo ver en ello el leitmotiv de su trayectoria.

Cuando recién casada, a los 24 años de edad, se comprometió por amor a convertirse en ama de casa, sin idea de dónde poner sus pasiones de soltera: poesía, teatro y justicia social, y con nulo deseo de abandonarlas, no supo ni quiso afrontar la realidad y, de manera directa, la reinventó, la convirtió en escenario. De la apreciada intérprete de Lorca y Strindberg devino la dramaturga de su propia existencia, y, desde allí, ha venido espolvoreando de creatividad el resto de su biografía. Desde niña cultivó su vena expresiva, pero al ver suspendida una carrera, propiamente artística, no tuvo otra salida que estallar doquiera que la llevara su espíritu hacendoso.

Muchos conocen la fuerza de sus arengas por la radio, pero no todos saben, aunque lo sospechen, que ese fluido no se agota ahí. No hay que creer que su militancia en la renovación de su entorno le resultó automática o sencilla. Empezó por inventar la invención misma. Cualquier cosa: arreglar la casa, cocinar, ir al mercado, la convirtió en gesta de estilo. Recuerdo que, devota de sus padres, cada vez que ellos la visitaban, habiéndose esmerado en prepararles algún platillo a la altura de su gusto por recibirlos, su padre que no era afecto a protestar nunca por un alimento en que otra persona hubiera puesto su alma, con frecuencia comentaba: “¡Pilar, existen las recetas!” Ahora es una gran cocinera y anfitriona, pero las recetas han sido acaso las más íntimas enemigas de sus iniciativas. A fuerza de prueba y error, se aprende mucho. Se dice que la experiencia, sin teoría, es ciega; pero, a veces, la teoría impide ver y aprender cosas importantes que sólo se captan echándose un clavado.

La poiesis no es techné. Es valentía para descubrir, aunque a veces con yerros, caminos propios. ¿Cómo un ser así no iba a sucumbir a la tentación del lienzo vacío? Con esa osadía, tan política o más quizá que sus picosas intervenciones radiofónicas, Pilar se acerca, en la pintura, a la utopía soñada por Roland Barthes, quien desde su experiencia como amateur del piano, ambicionaba para la escritura: […] puedo imaginarme una sociedad futura totalmente desenajenada, que, en el plano de la escritura, no conocería otra cosa que las actividades del amateur; la gente escribiría, compondría textos por puro placer, se aprovecharían del gozo de escribir, sin preocupación por la imagen que pudieran suscitar en los demás. Gratificante es que, a veces, tal como en el tai chi, esas prácticas íntimas produzcan gestos tan atractivos que se vuelvan incapaces de vetar la mirada ajena como en el caso de los óleos de Pilar.

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