El obispo de Quintana Roo, Pedro Pablo Elizondo, miembro de los Legionarios de Cristo, declaró hace poco que, en una especie de borrón y cuenta nueva, ya no se debe seguir hablando de Marcial Maciel. Y en tono que pretendió ser irónico agregó que “habría que resucitar al padre (Maciel), que lo lleven a un tribunal, pongan un abogado acusador y uno defensor, así como también que presenten las pruebas, que litiguen, que haya un juez y un jurado, y ya cuando tengan todo montado que el padre se defienda y se llegue a una conclusión.”
Resucitar a Maciel, ciertamente, no es posible. Pero llevar ante un tribunal después de muerto a un altísimo dignatario eclesiástico —papa para más señas— es algo que ya se ha hecho. Fue sacado de la tumba nueve meses después de su fallecimiento y sentado —literalmente hablando— en el banquillo de los acusados, se le nombró acusador y defensor y tras el público juicio con lectura de acusaciones, presentación de testigos, alegatos de la defensa y todo lo usual en estos casos, fue declarado culpable. Ejecutada la sentencia, el cuerpo fue arrojado por ahí como si se tratara de un perro.
Pero, contra lo que pudiera pensarse, todo esto no fue obra de enemigos de la religión o de la Iglesia Católica, sino de otro papa y su séquito de cardenales.
Tan singular episodio, al cual se conoce como Synodus horrenda o Sínodo Cadavérico, ocurrió a fines del siglo IX, una época en que debido a las encarnizadas luchas por el poder en el seno de la Iglesia, los papas acostumbraban durar poco tiempo en el trono de San Pedro y morir súbitamente, en sospechosos accidentes, por causas nunca explicadas, por enfermedades demasiado repentinas, agudas y extrañas para parecer naturales, o francamente asesinados. Unos apuñalados —Juan X y León V—, otros envenados, como Marino I y otros estrangulados, como Benedicto VI. Dos al menos terminaron sus días a manos de maridos cornudos: Benedicto XIII, a quien el esposo ofendido deshizo el cráneo a martillazos, y Juan XII, cosido a puñaladas en el lecho de la linajuda dama con quien se refocilaba. De este papa, famoso por su avaricia, crueldad y vida licenciosa, el populacho romano comentó jocosamente que al menos había tenido la dicha de morir en la cama, aunque fuera ajena.
Los vicarios de Cristo que corrían con relativamente buena fortuna, sólo eran depuestos, encarcelados o desterrados, y alguno —Esteban VIII— terminó vivo pero mutilado, pues sus enemigos le cortaron la nariz y las orejas.
Algunos pontífices, sin embargo, pudieron ocupar tranquilamente el trono durante un largo período y fallecer de muerte natural, aunque no sin tener que lidiar con numerosos adversarios en el propio seno de la Iglesia. Tal fue el caso del protagonista de esta historia, el papa Formoso, quien subió al poder en 891, después de afrontar durante varios años serios conflictos en el curso de los cuales estuvo a punto de ser asesinado, fue destituido de su cargo de arzobispo de Bulgaria y excomulgado. Pero finalmente su grupo triunfó sobre el bando contrario y pudo ocupar el solio pontificio, donde permaneció sin mayores problemas por cinco años hasta abril de 896, cuando falleció a los 80 años.
Le sucedió Bonifacio VI, cuyo papado duró escasas dos semanas —murió en oscuras circunstancias— y el sucesor de éste, Esteban VI (ó VII), enemigo político de Formoso, revivió las acusaciones en su contra y ordenó desenterrar el cadáver putrefacto para someterlo a aquel grotesco juicio en el que —naturalmente, pues fiscal, defensor y jueces habían sido nombrados por el propio Esteban— se le declaró culpable y nulos, inválidos y sin efecto todos los nombramientos, consagraciones y demás actos que hubiere realizado como papa. Se despojó al cadáver de todas sus vestiduras y ornamentos, se le cortaron los tres dedos de la mano derecha —con los que se consagra, absuelve y bendice— y se le arrojó al río Tíber.
Pero Esteban tampoco estuvo mucho tiempo a la cabeza de la Iglesia. Poco después fue depuesto por los cardenales y una mañana amaneció estrangulado en su celda. Su sucesor, Teodoro II, fue otro papa efímero. Sólo estuvo 20 días en el cargo antes de ser envenenado, aunque en ese breve lapso alcanzó a anular el juicio del Synodus horrenda y ordenar que Formoso fuera nuevamente inhumado con su lujoso atuendo papal.
No pudo reposar tranquilo, sin embargo, en su regia sepultura. Sergio III —célebre por su corrupción, por haber asesinado a sus antecesores León V y el cardenal Cristóforo y por su poderosa amante Marozia, con la cual engendró un hijo que fue luego el papa Juan XI——, declaró sin efecto la rehabilitación decretada por Teodoro II y Juan IX y reafirmó la condena de Formoso. Además, exhumó de nuevo el cadáver y mandó cortarle otros tres dedos y decapitarlo antes de lanzarlo por segunda vez al Tíber. Sacados accidentalmente en las redes de un pescador, los despojos fueron sepultados por tercera y definitiva ocasión.
Así se puso punto final al singular Sínodo Cadavérico, un capítulo poco conocido de la historia de la Iglesia.
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