Doctor Miguel Borge Martín
Fundador de la Universidad de Quintana Roo
Luego de aparecer, en 1940, el ensayo de José Ortega y Gasset titulado “Ideas y creencias”, en el que se plantea cómo los seres humanos elaboramos interpretaciones de todo lo que percibimos, surge una nueva forma de entender dos comportamientos fundamentales: el de las ideas, relacionado con cosas que de manera consciente construimos o elaboramos, precisamente porque no creemos en ellas, y el de las creencias, que nos hace contar con ciertas cosas, sin que necesariamente estemos conscientes de su existencia. Decía Ortega y Gasset que “en todo momento nuestra vida está montada sobre un repertorio de creencias”, pero, cuando éstas no son firmes, son sustituidas por ideas que, al menos, nos proporcionan una opinión sobre ellas.

Esta manera de describir las cuestiones existenciales es envolvente, en el sentido de que no existen espacios vacíos para el pensamiento. Existen creencias, y si no las hay, existen entonces ideas con las que buscamos entender eso en lo que aún no creemos.
En tal sentido, hay ideas vulgares, científicas, religiosas y de otros tipos, porque la realidad auténtica no es sino aquello en lo que creemos, de modo tal que las ideas actúan donde aún no existen creencias, o donde éstas se han roto o debilitado.
Asimismo, debemos reconocer que las creencias pueden ser viejas ideas, a veces tan antiguas como la especie humana, que actúan en nosotros sin que nos demos cuenta de ello. Las ideas las tenemos, pero en las creencias estamos y desde ellas existimos, nos comportamos y pensamos. “Darse cuenta de una cosa sin contar con ella, eso es, en su forma más típica, una idea; y contar con una cosa, sin darse cuenta de ella, eso es, en su forma típica, una creencia”, decía Ortega y Gasset. Con la seguridad que dan las creencias e inspirados en las más variadas ideas, hemos elaborado esquemas que expresan nuestra forma de entender la realidad.
No obstante, a pesar de los avances logrados por la humanidad, a partir de creencias e ideas, es evidente que la vigencia de las primeras ha significado escasa o poca reflexión sobre muchos de los supuestos básicos de nuestro quehacer por períodos más o menos largos, mientras que, aferrados a las segundas, llegamos a construir armazones teóricos que, no por volverse más complicados, superan las limitaciones de donde provienen, no sólo en su concepción y su estructura, sino también en la vinculación que tienen las ideas con las creencias a las que tratan de brindar su contribución.
Durante la vigencia de una creencia, no parece necesario discutir lo que podríamos llamar “su contenido esencial” y, por ende, sus repercusiones prácticas. Por ejemplo, en tanto se creyó que la Tierra era el centro del Universo, tuvieron valor ideas que se tradujeron en explicaciones teóricas de los movimientos de los astros, hasta que nuevos descubrimientos y nuevas ideas demostraron que ni lo que se pensaba, ni lo que se explicaba, se apegaban a la realidad.
Si bien las creencias pueden dar respuestas satisfactorias en circunstancias particulares, no tienen necesariamente la cobertura general que se les puede atribuir, y por ello no es posible servirse de ellas en todos los casos, sin considerar sus límites, como pasó con la Tierra plana, la geometría euclidiana o la física de Newton. Podrían darse otros ejemplos en las ciencias sociales, la medicina o la religión, pero lo toral, es decir, que las creencias no sólo se debilitan o desaparecen, sino que también nacen otras “para llenar huecos”.
Vivimos inmersos en ellas, contando con ellas y actuando conforme con sus dictados, pero sin que, de manera estricta, consideremos la influencia que ejercen sobre nosotros. Hay casos que ilustran cómo –a raíz de los cambios en las circunstancias– se han consolidado creencias que en otras épocas no tenían ningún consenso, pues carecían de “una significativa razón de ser”.
Así, por ejemplo, hoy no creemos que la Tierra tenga toda la capacidad y rapidez para regenerar el medio ambiente, para paliar el daño causado por el hombre y, a cambio de ello, nos acostumbramos a contar, en forma cada vez más automática, con argumentos ecológicos al considerar nuestra relación con la naturaleza. Puede ser una expresión de nuestro instinto de conservación, pero, en lo que toca a la estructura del pensamiento, reconozcamos que se trata de una creencia nueva, cada vez más fuerte, que con sigilo va tomando un lugar propio en nuestra forma de pensar, de ser y de actuar.
El mundo de las ideas, que completa al de las creencias, se forma con lo que el hombre elabora conscientemente con el fin de explicar lo que le parece creer, al menos en forma instintiva o automática.
El resultado de este ejercicio integra diversas teorías con las que se busca ajustar nuestras ideas a los hechos, para llenar los espacios vacíos y darnos alternativas nuevas en las que podemos llegar a creer cada vez más por sus explicaciones o dejarlas de lado cuando se les coteja con la realidad. No olvidemos que uno de los grandes atributos de la teoría es su capacidad de arrojar resultados prácticos y que es en esa aplicación práctica donde ha de pasar su prueba más severa.
La verdad científica, que es a su vez contenido y reflejo de la propia ciencia, se diluye al desaparecer su imagen práctica o real. Queda claro que el armazón de las ideas y las creencias funciona, pero no es ni exacto ni permanente. Así como surgen las ideas y las creencias, también se debilitan y desaparecen, en períodos de diferente duración. Hasta qué punto se extiende la vigencia de las ideas y las creencias es algo que depende del avance del conocimiento