DAVID LARA CATALÁN, Maestro en Gestión Pública por el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey
En estos tiempos del coronavirus, se ha puesto de moda hablar de “la nueva normalidad”. Su uso tiene que ver con las etapas de desconfinamiento que viviremos en el futuro inmediato y que se aplicarán a las nuevas formas de convivencia social con tal de regresar a la normalidad. ¿Qué se entiende por normalidad? No lo sé. La voz es ambigua y ahí radica un grave peligro. No es la primera vez, sin embargo, que se usa tal frase, pues “una nueva normalidad” ya tuvo su momento en el marco de la crisis financiera de 2007 y 2008 en los Estados Unidos.
De lo que estoy seguro es de que, en este siglo XXI, la crisis del coronavirus será un parteaguas entre lo que hacíamos y las “nuevas formas” que habrán de impactar en los centros de trabajo y escuelas, las remuneraciones económicas y los sistemas de salud, la asistencia a eventos masivos y, sobre todo, las distancias sociales. Distancias que, aunque nos pese decirlo, ya estaban presentes y cada vez más alargaban la brecha entre el pequeño porcentaje dueño de la riqueza y el gran número de gente en el mundo que apenas gana dos dólares al día.
La crisis sólo ha evidenciado lo que vivíamos:enormes brechas científicas y tecnológicas, económicas, comerciales y de acceso a la riqueza de nuestras naciones. La ONU, por ejemplo, predice que el coronavirus podría llevar a 130 millones de personas adicionales al borde de la inanición para fines de este año. World Vision, a su vez, advierte que 30 millones de niños corren el riesgo de morir. Sólo son datos preliminares entre un enorme océano de complejidades que se nos avecina.
Es claro que si leemos con atención eso que llamamos historia universal –no sólo la historia de Europa como enseñan en la escuela–, nos habremos de percatar de que las crisis humanas y existenciales siempre han existido. Por ejemplo, como resultado de la
Primera Guerra Mundial del siglo XX, se evidenció de modo dramático el tema del desencanto humano y social, sobre todo para la sociedad europea. El desencanto se convirtió en un tema que habría de acompañar a muchas discusiones filosóficas, literarias
y académicas durante todo el siglo XX. No era para menos, la guerra puso en entredicho
las nociones de progreso, de grandes desarrollos científicos y tecnológicos, y la esperanza de un futuro próspero.
Hoy, 106 años más tarde, con todas las reservas del caso, me atrevo a decir que estamos
viviendo algo así como la primera guerra mundial del siglo XXI, si bien es cierto que no ha
habido bombas ni despliegues masivos de soldados, sí que hemos vivido los estragos de una pandemia que ha afectado al mundo entero, y no sólo en cuanto a la salud pública, el dolor y la angustia personal, sino también en lo que se refiere a la afectación de las economías de todos los países y la relación política entre gobiernos que buscan la supremacía global y un nuevo orden político.
La idea del desencanto, entremezclada con la frustración y el miedo, se hace palpable una vez más en la historia humana y me parece que ahora en mucho mayor escala que a inicios del siglo XX. Habrá que esperar a la cuantificación de los daños en el patrimonio de tanta gente y en lanrecesión económica global, que seguramente nos impactará, para poder dimensionar de modo más preciso lo que por ahora son sólo especulaciones.
Sin duda, el desencanto es parte de la existencia humana y, de modo eventual, se ha hecho presente en mayor o menor medida en la historia universal. Me parece que también siempre hemos tenido la expectativa de que estas sacudidas nos harán mejores
humanos y de que en el futuro seremos más benignos los unos con los otros. Creo que nos equivocamos al imaginar siquiera un mundo más amable y solidario, donde el centro de interés sea el bienestar humano sin cortapisas.
Aunque, desde luego, hay niveles y sutiles diferencias, un rasgo que parece evidenciarse de modo radical y más complejo, en nuestra convivencia en el espacio público, es el tema de la falta de respeto y de consideración hacia uno mismo y hacia los otros. En el lugar que debía tener el respeto, hemos puesto a la crueldad, y, en el lugar de la consideración hacia los demás, hemos situado a la perversidad y el uso indiscriminado de los otros para alcanzar nuestros fines.
La pandemia del coronavirus ha servido para generar encono desde el discurso político, ha propiciado un desgaste social terrible en la polémica de si éste o aquél tienen razón o no, ha evidenciado la falta de solidaridad con los más afectados y, lamentablemente, ha permitido también que, incluso en la tragedia, se juegue con las vidas humanas y se continúe con la corrupción. La crueldad ha brillado en su máximo esplendor. ¿Aspiramos en realidad a una nueva normalidad? Si es así, entonces habría que empezar por reflexionar de modo radical en la idea de Judith Shklar, doctora en Ciencia Política de la Universidad de Harvard, respecto de la crueldad. Ella dijo: “Los liberales son gente que piensa que la crueldad es la peor cosa que hacemos.” Luego de reflexionar acerca de nuestras propias dosis y alcances de crueldad, sería conveniente pensar en cuáles son el presente y el futuro compartidos que estamos construyendo. Creo que algo que nos debe quedar claro es que el presente y el futuro son compartidos, si es que aspiramos a vivir de modo más humano y solidario.
Una “nueva normalidad” debe comenzar por ahí. Tenemos que pensar y trabajar en temas como la dignidad y el respeto. Podemos hablar mucho de ellos, sin embargo, el punto crucial es cómo podríamos construir una cultura donde se privilegien el respeto, la autoestima y la dignidad, evidenciados en salarios dignos, viviendas dig planes, proyectos, sueños y aspiraciones individuales y colectivos han quedado, en el mejor de los casos, postergados por la pandemia. Las palabras de Hannah Arendt, doctora en Filosofía de la
Universidad de Heidelberg, son más que puntuales en este tenor:
Si no educamos para la vida moral, para asumir nuestra responsabilidad, para hacernos cargo del otro, para tomar sobre nuestros hombros la carga de la construcción de una sociedad justa y solidaria, no estaremos educando (…)
La educación es el punto en el que decidimos si amamos al mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable. Algo que habrá de resultar de relevancia es considerar eso que Ortega y Gasset llamó hemiplejia moral, es decir, esa tendencia a presumir si eres de izquierda o de derecha, revolucionario o reaccionario, fifí o chairo, y alentar la descalificación de quienes no coinciden en lo que creemos, partiendo de que la nuestra no es sólo postura más, sino la única postura.
La “nueva normalidad” nos exige pensar de modo integral, sin prejuicios ni hemiplejias morales o dogmatismos, en verdaderas alternativas que alienten el desarrollo humano y social. Más que buscar clientes, la crisis del coronavirus exige una visión humanitaria y sensible ante el dolor ajeno. Eso sería construir una “nueva normalidad”.nas, servicios educativos y de salud de calidad. Estoy seguro de que nos aproximaría a una “vida buena”.
¿Cómo nos recuperamos, además, del desencanto? Creo que muchos planes, proyectos, sueños y aspiraciones individuales y colectivos han quedado, en el mejor de los casos, postergados por la pandemia. Las palabras de Hannah Arendt, doctora en Filosofía de la
Universidad de Heidelberg, son más que puntuales en este tenor:
Si no educamos para la vida moral, para asumir nuestra responsabilidad, para hacernos cargo del otro, para tomar sobre nuestros hombros la carga de la construcción de una sociedad justa y solidaria, no estaremos educando (…)
La educación es el punto en el que decidimos si amamos al mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes,
sería inevitable.
Algo que habrá de resultar de relevancia es considerar eso que Ortega y Gasset llamó hemiplejia moral, es decir, esa tendencia a presumir si eres de izquierda o de derecha, revolucionario o reaccionario, fifí o chairo, y alentar la descalificación de quienes no coinciden en lo que creemos, partiendo de que la nuestra no es sólo postura más, sino la única postura. La “nueva normalidad” nos exige pensar de modo integral, sin prejuicios ni hemiplejias morales o dogmatismos, en verdaderas alternativas que alienten el desarrollo humano y social. Más que buscar clientes, la crisis del coronavirus exige una visión humanitaria y sensible ante el dolor ajeno. Eso sería construir una “nueva normalidad”.