Desde 1857, luego de las Leyes de Reforma, México forma parte del no muy largo rol de países sin religión oficial. En España, en estos momentos, se discute la posibilidad de un estado laico.
El otro día vi una tertulia televisiva en la que remaché mi convicción de que nuestros políticos en ejercicio actuales son frecuentemente mediocres, pero que peor será cuando dentro de poco gobiernen los tertulianos. El tema era el litigio de la asignatura de Religión en la escuela. Se oyeron las cantinfladas de siempre. “Nosotros somos partidarios de la laicidad, no del laicismo, que no es lo mismo”, decía, pedagógica, la representante socialista. En efecto, no es lo mismo: la palabra castellana es “laicismo”, mientras que “laicidad” es un galicismo no aceptado por la RAE hasta fecha reciente (por cierto, define laicismo de forma cuidadosamente errónea). De modo que o laicismo o laicité: lo de “laicidad” podemos dejarlo a los clérigos, que se trabucan en cuanto hay que nombrar algo referido a la libertad de conciencia.
Otro contertulio, más de derechas pero no más diestro, recordaba que España es un estado aconfesional, no laico, de modo que el laicismo le parecía anticonstitucional. Supongamos que “aconfesional” no sea un eufemismo por “laico”, que es como lo suele entender la gente bienintencionada, sino que significa “sin una confesión religiosa privilegiada, aunque reconociendo el hecho religioso y favoreciéndolas a todas”.
Bueno, sin duda entonces recogerá tanto las actitudes religiosas positivas como negativas. Santo Tomás de Aquino, el cardenal Newman y Juan Pablo II fueron pensadores religiosos (de muy distinto calibre, claro) como también lo son Nietzsche, Freud y Richard Dawkins.
Se puede asegurar que la postura religiosa mayoritaria en las democracias occidentales, entre científicos y humanistas, es la incredulidad y hasta hostilidad sobre los dogmas eclesiales: los más favorables los consideran ‘lenguaje poético que puede inspirar conductas solidarias y compasivas… pero también todo lo contrario. De modo que una aconfesionalidad consecuente obligaría a incluir junto a la enseñanza religiosa otra asignatura que explicase escepticismo… Demasiado para el sobrecargado programa escolar de los tiernos infantes.
Se invocaron en la discusión los acuerdos con la Santa Sede. Urge suprimirlos, puesto que ahora a nadie sorprende- ría tal decisión y sin embargo escandaliza a muchos el empeño en mantenerlos. Su contenido contradice la aconfesionalidad constitucional y encierra una paradoja no respecto a la religión sino al Vaticano. ¿Estamos hablando de un Estado propiamente dicho o de una especie de parroquia de proporciones y pretensiones imperiales? Si nos lo tomamos en serio como Estado, resulta que es la única teocracia vigente en suelo europeo, antidemocrática pues no respeta en sus elecciones a cargos públicos, derechos humanos básicos como la igualdad de los sexos o la libertad de conciencia, que se ha negado afirmar algunos de los tratados más importantes sobre estas cuestiones suscritos por las democracias de todo el mundo.
¿Por qué mantener acuerdos privilegiados con semejante entidad, que representa lo contrario de lo que deseamos para las instituciones de nuestro país y de Europa? Pero quizá su apariencia es sólo disfraz histórico de la gran parroquia antes citada. Entonces no hay nada que objetar a las peregrinaciones y reconocimientos piadosos que recibe, pero resulta inaceptable que dicte, mediante acuerdos privilegiados, normas que afectan a la organización de nuestra educación y otras instituciones militares, penales, etcétera… en contra de la aconfesionalidad proclamada. Se tome como se tome, son lazos comprometedores que conviene cuanto antes disolver discreta y amistosamente.
Nuestra Constitución reconoce el derecho de los padres a optar por la educación de sus hijos acorde con sus convicciones pero este es un punto que si se renueva la Carta Magna se deberá aclarar. Sería inaceptable que ese derecho incluyese la enseñanza de nociones anticientíficas como el creacionismo en lugar de la teoría de la evolución o la diferencia de derechos cívicos entre varones y mujeres, como quieren algunas doctrinas piadosas.
El punto importante aquí es que, ni optativa ni obligatoria: la formación religiosa no es asignatura. Podría serlo si tuviese como objetivo una historia de las mitologías o algo así, en cuyo caso los profesores serían elegidos como el resto: por razones académicas, no designados por el obispado.
Para que el niño reciba formación religiosa no hace falta que la estudie en el colegio, véase lo que ocurre en países laicos como Francia. En la situación actual de Europa y del mundo, es vital saber cómo vamos a educar al ciudadano para que en una sociedad mercantilizada no tengan que buscar el “su- plemento de alma” en dogmas religiosos. Con desparpajo, el portavoz de la Conferencia Episcopal dice que nos amenazan dos peligros, el laicismo y el fundamentalismo. Uno provoca matanzas, visto está, y el otro, dice, quiere extirpar la religión de la vida pública. Mentira: el laicismo reconoce el derecho de los creyentes a manifestarse en público pero en privado, no institucionalmente.
(De “Aulas y pupilos”, tomado de el periódico El País)
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