La declinación de las ideologías que he llamado “metahistóricas”, es decir, que asignan un fin y dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales.
Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir, pero el presente requiere no solamente atender a sus necesidades inmediatas, también nos pide una reflexión global y más rigurosa.
Desde hace mucho creo, y lo creo con firmeza, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar en el hoy significa, ante todo, recuperar la mirada crítica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado –un triunfo por default del adversario– no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad.
Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; así mismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques, sino también a las almas.
Una sociedad, poseída por el frenesí de producir más para consumir más, tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo.
Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producid tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales. La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro, sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla, es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte.
De modo luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias. En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias, la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar el pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra con temporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla.
Se escapa siempre, cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa, sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo, pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas.
Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.
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