Odette Alonso
Al Santiago de los setenta, mis amigos de entonces.

Entran como balazos, como si un prestidigitador los trajera de la nada y los clavara allí, en la bandeja de entra- da, uno tras otro, con sus letras negras. Productos para bajar de peso y para alargar el pene, amuletos de la buena fortuna, loterías y relojes falsos. “¿Alguien comprará estas cosas?”, se pregunta mientras los elimina casi al mismo ritmo con que llegan. Entonces ve el nombre. Mariela Gil Alcántara. Saludos desde tu ciudad. Duda unos segundos antes de marcar el mensaje. Sin abrirlo, lee en la parte inferior: “¿Eres tú, Odalis? Anita me dio este correo. Me ilusiona retomar contacto y revivir nuestra vieja amis- tad. Seguramente recuerdas como nosotras los sábados en Caletón o en la piscina de San Pedro, aquellas tardes en casa de Anita. Bueno, si realmente es tu correo y te llega éste, respóndeme. Un saludo de tu amiga Mariela.”

Claro que lo recuerda. Silvio lo dice en ese mismo instante desde el lector de cidís: Cómo no iba a recordarte si estás ahí desde mi niñez, en un paisaje diferente pero igual, si a todos nos pasó una vez… En una transición extraña, la voz del trovador se va volviendo la de Barbra Streisand, Odalis está en la ba- rra sucísima de la cafetería de Caletón Blanco esperando a que el dependien- te le entregue los panes con croqueta que han comprado y sus amigas cantan a coro con el radio de pilas. I am a woman enlove and I do anything, to get you into my world and hold you within… Ella se les une, haciendo malabares con los panes, y avanzan por la arena gritando con esa emoción histérica de los diecisiete: It’s a right I defend over and over again. What do I do?

Bajo las uvas caleta están los va- rones desvistiéndose, tirando la ropa, apurando el licor preparado con alcohol comercial y extracto de menta, corriendo hacia el agua para nadar hasta el laberinto de arrecifes y desprender de la piedra los escarabajos de mar que llevarán como trofeo a las muchachas. Ellas, cantando, I am a woman enlove and I do anything, doblan su ropa y la de los chicos, la acomodan a la sombra, entre las ramas bajas, donde se sientan a inflar la balsa y guardar los panes en bolsas de plástico para que no se les pegue la arena.

Claro que lo recuerda. Mariela sobre la balsa, todo su cuerpo al sol. Ella tomándole la mano como al descuido. Sus ojos amarillos, transparentes, de pantera, la miran con una son- risa tierna y cómplice y es como si todo alrededor desapareciera, los gritos de los amigos, el arrullo de las olas, y sólo quedaran ellas dos en medio de la playa. Hasta que los muchachos voltean la balsa. Mariela cae al agua y se sostiene de su mano para salir a flote y avanzar hacia la orilla entre risas, sorteando el rompimiento de las olas y las cascadas que los chicos les lanzan a la cara.

* San Pedro del Mar está sobre un acantilado. Abajo, muy abajo, el océano azulísimo choca contra las rocas, abre cavernas inexplorables. Un muro de piedra separa al hotel del farallón y allí están sentados mientras se turnan para cambiarse de ropa en las pequeñas casetas que rodean la piscina.
— ¿Adónde hay esta noche? —pregunta Lili.

Un muchacho flaco y rubio recita de memoria una lista de lugares.

—Las de Violeta son las mejo- res —concluye Anita dejando claro que a ésa irán—, ella tiene los discos de Boney M y KC que le trajo su tía del Norte.

—Pero la mamá de Beto deja apagar la luz —dice el rubio con un guiño de picardía que los hace dudar.
Otros dos muchachos se acercan con el pecho descubierto, metiendo sus camisas a la mochila de la que han sacado una botella.

—Hoy es con café —dice el más moreno—; mi primo no pudo llevarse la menta de la fábrica.
El olor del alcohol escapa del recipiente. Las muchachas bailan junto al muro. Daddy, daddy cool, daddy, daddy cool…

—Allí está el guardia —alerta el rubio.
La botella circula con más discreción de mano en mano y es incorporada a la coreografía que también bailan los varones.

—Vayan a cambiarse ya —les ordena Anita y ellas avanzan por el sendero de cemento hasta la caseta. Ninguna de las dos levanta la vista mientras acomodan la ropa en la banca de madera y se ponen los trajes de baño. Odalis susurra algo en voz tan baja que Mariela le pregunta qué dijo. —Creo que estoy enamorada de ti —la voz sigue siendo un susurro—. ¿Me oíste ahora?
—Te oí desde la primera vez, pero quería que lo repitieras.
No se atreven a mirarse. Mariela se pega a la pared y Odalis se acerca tímidamente. Se besan por primera vez. Apenas un roce de los labios. La música llega desde el exterior. Whether you’re a brother or whether you’re a mother, you’re stayin’ alive, stayin’ alive. Odalis acaricia sus mejillas y se miran a los ojos largamente. Feel the city breakin and everybody shakin and were stayin’ alive, stayin’ alive…

—¿Salimos? —conmina Mariela tomándole la mano.

Todos los amigos están dentro de la piscina, cantan alzando los brazos. Ah, ah, ah, ah, stayin’ alive, stayin’ alive. Ah, ah, ah, ah, stayin’ alive, alargando hasta el in nito la última palabra.

*
Las tardes de estudio siempre se convierten en esto: media hora de algoritmos y trigonométricas, luego Anita y Lili escondidas en los cuartos y ellas en el sofá, con el long play de Saturday night fever, siguiendo la letra de las canciones, rozándose la piel ardiente de las piernas. More than a woman, more than a woman to me… Acercan las bocas en medio del canto hasta encontrar los labios de la otra, suaves, sedientos. Alargan el beso, tierno, mientras las manos toman valor para explorar y los cuerpos se deciden a acercarse.

Luego la invitación desde el cuarto de la abuela donde se acostarán las cuatro en la cama grande y se besarán al mismo tiempo sin saber qué hacer con los sexos unidos, con las ma- nos sudadas. Show… how deep is your love?… Recuerda el tropel con que sal- tan de la cama y salen al patio cuando oyen abrirse la puerta de la calle. La abuela entra con la bolsa del mandado prácticamente vacía; ellas no dejan de reír, nerviosas, mientras la anciana re- lata las carencias del mercado.

Odalis mira de reojo la foto con Carlos y los niños hace dos veranos, desplaza la echa del mouse hacia el menú, pide Bloquear remitente. “¿Desea agregar marigil@yahoo.com a la lista de remitentes bloqueados?”. Lo recuerda todo perfectamente. Cómo no iba a recordarlo… Tiene un nudo en la gar- ganta cuando la echa se posa sobre la palabra “Aceptar” y presiona el botón izquierdo del mouse.
*Cuento nalista del I Certa- men de Relato Corto GLBT Hegoak, Bilbao, España, 2007 y es parte del li- bro Con la boca abierta y otros cuentos (México, Voces en Tinta, 2017).

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