> ÓSCAR GONZÁLEZ
Es famoso el relato de René Avilés Fabila de un encuentro con el enorme Jorge Luis Borges, en el que el argentino —al saber que su interlocutor era mexicano— se deshizo en elogios hacia nuestros connacionales, refiriéndose a ellos (nosotros) como cultos, sensibles y muy educados. El legendario “Búho” narró que, al escuchar esto, le preguntó al porteño que a cuántos mexicanos conocía, a lo que contestó: “A uno: mi maestro Alfonso Reyes.” ¡Ah, bueno!
Hoy asistí al entierro de un amigo mío. Me divertí poco, pues el panegirista estuvo muy torpe. Hasta parecía emocionado. Es inquietante el rumbo que lleva la oratoria fúnebre. En nuestros días, se adereza un panegírico con lugares comunes sobre la muerte y, ¡cosa increíble y absurda!, con alabanzas para el difunto. De funerales. Ensayos y poemas, 1917
El gran polígrafo regiomontano fue, junto con José Vasconcelos y el dominicano Pedro Henríquez Ureña, entre un puñado más de eximios escritores, un notable integrante del que tal vez haya sido el grupo intelectual más relevante y destacado de la historia de México: el Ateneo de la Juventud, que devino en el Ateneo de México.
Salvo casos aislados, muy contados escritores mexicanos o residentes en nuestro país han alcanzado con posterioridad el nivel y la profundidad de este grupo de juristas, filósofos, poetas, narradores, ensayistas, historiadores, periodistas y políticos: oficios que, en varios casos, recayeron con frecuencia, juntos, en una misma persona.
Estuvieron siempre transportados por el oficio o la genialidad a la excelencia, que era la divisa más o menos voluntaria, pero más que nada vocacional, de dicho conjunto del México revolucionario y posrevolucionario, es decir más o menos de la primera mitad del siglo XX.
Eran muy pocos y granados quienes convivían con los ateneístas, pues las cualidades que los definían, al contrario de lo que creía Borges con la figura de su reconocido mentor Reyes en mente, de ninguna manera menudeaban en el convulso México de la segunda década de la centuria pasada, y tampoco la paz y la relativa estabilidad posterior a la Revolución esparcieron dones intelectuales ya no se diga entre la población, sino entre los mismos profesionales de las letras. Grupos de más entrado el siglo han arañado los altos niveles del Ateneo de México y figuras han estado a la misma altura, pero nunca se consolidaron con una calidad intelectual y humanista como la que partió de las ideas filosóficas anti positivistas de Antonio Caso.
El Ateneo de México, desde muy temprano, en su breve historia, tuvo un integrante singular, que pocas veces se menciona al hablar del grupo, entre otras cosas porque acaso fue el que menos cuartillas dio a los tórculos. Nos referimos a Julio Torri, llegado al mundo en 1889, el mismo año en que nació en Monterrey el hijo del general Bernardo Reyes. Si para valorar la aportación de un escritor al acervo literario de su país o su generación, estableciéramos sólo dos criterios: productividad y calidad, el saltillense en cuanto al primero estaría por la “Calle de la Amargura”, pero en lo que se refiere al segundo se situaría en el más alto nivel de las letras hispanas.
Y luego la carencia de especialistas de fusilamientos en la prensa periódica. Quien escribe de teatros y deportes tratará acerca de fusilamientos e incendios. ¡Perniciosa confusión de conceptos! Un fusilamiento y un incendio no son ni un deporte ni un espectáculo teatral. De aquí proviene el estilo ampuloso que aflige al connaisseur esas expresiones de tan penosa lectura como “visiblemente conmovido”, “su rostro denotaba la contrición”, “el terrible castigo”, etc. De fusilamientos, 1940.
La gigantesca obra de Vasconcelos, Reyes, y los quince libros de Henríquez, dilatados con una intensa actividad cosmopolita académica y de difusión, hacen parecer pequeñísima la aportación de Torri, pero su calidad —que sus amigos (en especial los dos últimos) tenían en gran aprecio y que disfrutaban más en la informalidad de las tertulias del Ateneo que en la letra impresa— lo situaron en el interior del grupo al mismo nivel intelectual que ellos mismos, lo que es evidente por las constantes invitaciones a unirse a sus empresas culturales, que él casi siempre tuvo que rechazar, sobre todo por cuestiones pecuniarias.
Aunque por lo escueto de su obra ni siquiera es mencionado en las monografías escolares, seguramente Borges, de haberla conocido, por su perfección literaria su magra producción habría albergado una opinión similar a la que tenía de la vastísima de Reyes y la de su también cercano amigo antillano Henríquez Ureña.
Alfonso Reyes era un integrante de la intelligentsia neoyorquina y un escritor universalmente reconocido. Pedro Henríquez vivió, enseñó y escribió en su natal Santo Domingo, La Habana, Nueva York, Washington, México y Buenos Aires. Torri, en cambio, adoleciendo de severas limitaciones económicas, dependiendo de su sueldo de profesor de la Escuela Nacional Preparatoria y de la Universidad Nacional Autónoma de México, cubriendo carencias con actividades inverosímiles como la de empleado de correos, rara vez salió de su biblioteca.
Para el vulgo sólo se es autor de los libros que aparecen en la edición definitiva, pero hay otras obras, más numerosas siempre que las que vende el librero, que se proyectaron y no se ejecutaron; las que nacieron en una noche de insomnio y murieron al día siguiente con el primer albor. “De la noble esterilidad de los ingenios”. Ensayos y poemas,1917
Eso sí: igualó a Vasconcelos en lo enamoradizo y en lo tórrido de sus aventuras con mujeres, pero, a diferencia del apóstol de la educación pública en México, sus “queridas” nunca fueron parte de la elite ni implicaron relaciones que le dieran fama, dinero o poder, sino propias de quien se autodenominaba, con su legendaria y fina ironía: “tenorio de feas”.
Cuatro libros formales publicó Julio Torri: Ensayos y poemas, De fusilamientos, La literatura española y Prosas dispersas, así como dispersa fue su participación en periódicos y revistas. Pasó sus días entre sus cátedras de Literatura y sus múltiples empleos burocráticos y pedestres. El brillante, pero frugal escritor, el perfeccionista que soñaba escritos y los tiraba al amanecer, antes de ponerlos en tinta y papel, estaría destinado a ser casi omitido por los manuales escolares de literatura que exaltan la infinitamente menor obra de Juan Rulfo –más corta incluso en extensión– porque puede ser comprendida con escasas luces, casi sin esfuerzo mental y sin bagaje cultural. Era un ateneísta que escribía para el magro puñado de lectores que podían entenderlo, que eran los mismos ateneístas, que tanto lo apreciaron.
Redactores, escritores y periodistas, que son ahora tan malos (o peores) en el manejo del idioma y su significado infinito, como caracterizó Torri hace una centuria a sus colegas, debieran dedicar largas horas leer su breve obra. Ya que el autor daba tanta importancia a los fusilamientos, no sería una descabellada licencia que quienes tenemos hoy la desfachatez de usar una pluma, sin saber escribir, fusiláramos un poco, al menos en espíritu y por respeto a la lengua de Góngora y Quevedo, a éste que es uno de los mejores y más ignorados escritores de la historia de México.