> DIEGO COVARRUBIAS

La primera vez que la vi tenía el aspecto de una mancha oscura esparcida sobre el piso del estacionamiento. Supuse que era el residuo de alguna fuga de los líquidos que recorren las venas metálicas del motor de mi automóvil; sentí la inquietud de quien, al no saber nada de mecánica y tener una tendencia al fatalismo, visualiza su coche arriba de una grúa -las ambulancias de los coches—, agonizando por falta de aceite o de anticongelante. Pero mi pequeño Suzuki funcionaba bien, y me olvidé de la mancha pensando que el agua y el tiempo se encargarían de desvanecerla. Al día siguiente ya no estaba, pero ni había llovido, ni había pasado suficiente tiempo; simplemente la mancha oscura ya no estaba. Desapareció tan misteriosamente como había aparecido, abriendo la puerta de un futuro que en ese momento todavía no tenía otras manchas, ni nada de inquietante, como no fuera la vida misma. La segunda vez que la vi, había adquirido la destreza de la movilidad. Todavía como una mancha oscura, cruzó la superficie bidimensional del piso de un lado a otro de mi campo visual, como si fuera un animal veloz y oscuro huyendo de alguien o de algo. Estuvo así poco más de una semana, apareciendo y desapareciendo, y luego cesó, como si ya hubiera aprendido lo suficiente para avanzar en el cumplimiento de su plan. En ese momento yo no sabía, no podía saber, que las dos manchas, la que apareció en el suelo de mi estacionamiento, y esta, que se movía como cuervo volando a ras de suelo, eran la misma mancha. La tercera vez que la vi apareció como si estuviera espiándome desde el suelo, oculta a medias tras una pared, o asomándose desde una esquina. La mitad visible de una mancha, que, al verse sorprendida en su labor de espionaje, se retraía rápidamente a su guarida. Una mancha que semejaba un depredador nocturno, entrando y saliendo de su madriguera para confundir a su presa. Este juego duró poco menos de un mes. Dos o tres veces estuve a punto de alcanzarla

y descubrir hacia donde huía, pero con un ágil movimiento se diluía en la oscuridad. Como las otras veces, un día simplemente desapareció. Fue en ese momento en que tuve la intuición de que tres manchas eran más que una simple casualidad, y de que algo inexplicable o absurdo estaba a punto de suceder. Alerté mis sentidos. La cuarta vez que la vi parecía la última. Reapareció como una mancha sobre el suelo, pero esta vez en forma de rectángulo oscuro, aproximadamente a diez metros de distancia de donde yo estaba. Ya no se escondía, pero tampoco permitía que yo me le acercara. Si yo avanzaba, el rectángulo retrocedía; si yo retrocedía, el rectángulo avanzaba. Se movía a mi ritmo sujetándose al rigor de mis coordenadas, como un barco pirata al acecho de un buque mercante moviéndose sobre una línea punteada en la superficie de un mapa, manteniendo el mismo rumbo y la misma distancia. Un rectángulo cauteloso que, al tercer o cuarto día de aparecer, fue adquiriendo contorno humano, como si la pericia artística de un detective forense siluetara el cuerpo inerte de un muerto sobre su superficie, dotándolo de cabeza, brazos y piernas, y eliminando, por inservibles, los pedazos de mancha oscura que sobraban. Así, el rectángulo se transformó en una silueta humana, que, al seguirme, lo hacía sin poder flexionar sus recién creadas extremidades, como si fuera un rígido soldadito de plomo fundido sobre el suelo, movido por la mano invisible de un niño en un universo bidimensional carente de altura. Así estuvo siguiéndome, siempre rígida, siempre a la misma distancia, durante casi dos semanas, hasta que de repente, fiel a su costumbre, desapareció. Quise pensar que no la vería más, pero en el fondo sabía que este pensamiento era ilusorio; un vano intento por disminuir el insomnio que ya invadía mis noches de inquietud. Reapareció ya como una mancha en forma de silueta humana, y con la inquietante habilidad de poder mover voluntariamente sus brazos y sus piernas. Como la última vez, empezó a seguirme, pero esta vez era evidente su intención de alcanzarme. Cada día se atrevía un poco más y sólo permanecía inmóvil, o reculaba cuando yo detenía su avance con una mirada desafiante. Entonces, se quedaba quieta, inmóvil pero alerta, y en cuanto dejaba de verla, se acercaba un poco más, cada vez más atrevida, cada vez más cercana, cada vez más al acecho. Así estuvo durante más de una semana, hasta que…, bueno, hasta que llegó el día que tenía que llegar. Sigilosamente, la mancha convertida en silueta aprovechó el camuflaje oportuno de un eclipse solar que oscureció el suelo para acercarse más de lo que lo había hecho nunca, y en cuanto el sol volvió a brillar, saltó sobre mi sombra sujetándose a la planta de mis pies, como si fuera una pantera hambrienta sorprendiendo a su presa distraída. Las vi mezclarse, forcejear, agitar los brazos y las piernas sobre el piso, lanzarse puñetazos y patadas que se disolvían en ellas mismas. Dos sombras en una feroz batalla, las dos asidas firmemente a mí. Intenté correr, pero era imposible zafármelas de encima; intenté brincar, pero al caer al piso volvían a sujetarme. Era temprano, y el naciente sol formaba un ángulo de cuarenta grados sobre mi persona, lo que las alargaba como si fueran dos gigantes mitológicos. Busqué techos o árboles o nubes que ocultaran al sol y me ayudaran a disiparlas, pero el cielo estaba limpio y yo caminaba y corría en un descampado. Siguieron peleando con una ferocidad enardecida que sacudía las hojas secas sobre el suelo y espantaba a las hormigas hasta que, de pronto, se sintió un leve temblor de tierra y las dos sombras volvieron a ser solo una; una sombra victoriosa que levantó sus brazos en señal de triunfo, y luego, sin soltarme, volvió a siluetar mi figura sobre el piso. Me sentí como si fuera el botín de guerra de la sombra ganadora, un trofeo vertical de tres dimensiones en una vitrina cromática llamada vida.

Desde aquel día, vivo en la oscuridad, agazapado como un animal nocturno al que sólo se le ve el destello de los ojos. Me da miedo salir a la luz, cualquier tipo de luz, y no saber si la sombra que se proyecta sobre el suelo es la mía o es la otra: la invasora

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