La humanidad se halla inmersa en un difícil proceso de cambios profundos y complejos en relación con el uso y la explotación que da al medio ambiente. Sus modelos de organización y funcionamiento, que tienen como eje la producción, la distribución y el consumo, han generado, en reflejo, el derrumbe de gran parte de sus sistemas de creencias. Es decir, los anteojos que usamos hoy, para percibir la realidad, están empañados o, de plano, rotos.

Los seres humanos nos habituamos a vivir siempre en medio de las crisis, estamos acostumbrados a ellas y hasta nos sirven para filosofar, pero siempre y cuando se trate de una sola a la vez, pero lo que enfrentamos ahora (vaya diferencia) es una “multicrisis”: una crisis múltiple que afecta al clima, al agua, a las energías, a la moral, a la gobernabilidad, a la geopolítica y, sobre todo, a nuestras creencias.

Esta última crisis es la que, de manera literal, nos está obligando a revalorar lo que entendemos por real, si es que queremos superar el paranoico escenario de las apariencias. Esta crisis múltiple se percibe de diferente manera en las distintas regiones del mundo, todas pertrechadas de cosmovisiones y con su propio menú de ideologías, pero en Occidente hay condiciones y factores compartidos por amplios segmentos de población que, a través de los modelos culturales, es decir, del modelo en que leemos nuestras circunstancias, nos llevan a poder identificar al elemento que nos permite asumirnos como jueces con ácida capacidad de condena, como jueces que buscan generar dolor y negar la validez de lo que piensan o hacen los otros, y ese elemento es el Egoísmo, así, con mayúscula.

Esta manera de pensar nos hace creer con firmeza en el control y el ataque como herramientas estratégicas para sobrevivir en el tejido social de nuestros días. Este modelo de pensamiento viene de la mente individualista y fragmentada que nos aísla de los demás, que es el principal obstáculo para entender la urgente necesidad de cambios profundos en todo el mundo y, desde luego, en nuestro país.

En el México de nuestros días, se da una gran lucha entre los que promueven los cambios y entre quienes los resisten, y esta situación, que genera incertidumbre, es a veces caos, pero por fortuna también nos indica que el país se mueve, a pesar de todo. Ahora nuestra tarea es transitar de la condición de Estado fallido a Estado funcional y no es un proceso fácil, pero es necesario para garantizar la fortaleza de la nave en la que todos los mexicanos navegamos en las aguas turbulentas de la crisis civilizatoria en que estamos inmersos. Tenemos que asumir que el Estado somos todos, que el Estado de derecho es una condición básica para la sobrevivencia ante el cambio climático y las modificaciones de los equilibrios geopolíticos, el derrumbe de los mercados y los retos sanitarios que de seguro vendrán.

Tenemos que aceptar que nuestra Constitución, si bien precisa cambios, aún funciona como un gran acuerdo, como el gran instrumento identitario y como el mecanismo regulador que hace posible que naveguemos todos juntos. Quienes ven en peligro sus privilegios tendrán que entender que el Consenso de Washington se agotó y que el Estado reasume su capacidad cohesiva y regulatoria por el bien de todos, que la autorregulación de los mercados, bandera del “capitalismo salvaje”, es una falacia y es muy peligroso mantenernos en ella.

Hay un elemento que debemos tomar en cuenta: la recuperación de la funcionalidad del Estado requiere de cambios profundos, no meros cambios cosméticos. Hoy ya no hay condiciones para que las élites, a pesar de sus intentos, recuperen y consoliden las condiciones que antaño tenían, pues el sistema perdió gran parte de su capacidad de ajuste, porque la crisis tiene carácter universal y muchos de sus roles son inviables. El presidente de la república Andrés Manuel López Obrador ha ido discurriendo por este nuevo sendero del ejercicio del poder político y, si bien ha tendido eco entre los más necesitados y entre quienes tienen un estado de conciencia más amplio y actualizado, ha generado también resistencias en segmentos sociales vinculados al viejo orden, a un orden anclado en el egoísmo.

Una de las lecciones que nos ha dado la pandemia del coronavirus es que hoy ya no es viable funcionar correctamente sin pensar en los otros, sin reconocerlos. No es posible garantizar nuestra protección si no están protegidos los demás.

Insistir en mantener los viejos privilegios es tanto como activar nuestros códigos de autodestrucción, es una tara para transitar hacia la “nueva normalidad”. Una normalidad no es el regreso mecánico y lineal a las condiciones anteriores. Hay que construir el nuevo orden. En esa nueva dimensión, las cosas y los fenómenos seguramente se percibirán y funcionarán de otro modo, incluidos los poderes político y económico.

La “nueva normalidad” no es mero eslogan político revivido a raíz de la contingencia sanitaria. Hay que asomarnos a esta dimensión, pero abriendo la puerta poco a poco. Tenemos que dar el paso, no hay remedio, pero hay que hacerlo de manera cuidadosa. Lo que sabemos es que no podemos quedarnos anclados en el pasado: la cultura del egoísmo ya no es funcional.

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