Como uno de los primeros efectos de la entrada en vigor de la nueva política migratoria nacional, recién entró en vigor una orden que obliga a las empresas de transporte foráneo pedir identificación al usuario para comprobar que es mexicano o, en su caso, que está en México de manera legal. Las multas por infringirla son, en verdad, temibles: hasta un millón de pesos.

La disposición, tiene como particulares destinatarios los estados fronterizos del país, entre ellos Quintana Roo, que son paso de migrantes de Centro América a México y de aquí a los Estados Unidos, meta de los más de los que salen de modo irregular de sus países. Huyen de la violencia y el hambre que hay en sus lugares de origen. Eso crea hoy una contingencia humanitaria.

Sin embargo, esta crisis no habría ocurrido si nuestras fronteras hubieran estado vigiladas, pero en los últimos sexenios estas puertas tanto en el sur como en el norte del país, por la corrupción que imperaba y quizá impere aún en el Instituto Nacional de Migración, eran minas de oro no sólo para los polleros o traficantes humanos, sino también para narcos y toda suerte de delincuentes.

De la pudrición que hubo o hay en Migración baste citar que hace apenas un año, sin agentes migratorios, la policía federal arrestó a 17 ilegales en el aeropuerto de Cancún y topó con una red de falsificadores y “polleros” que operaban en el Estado y en otras cinco entidades. Fuentes de la propia Migración calculan que hay, por lo menos, diez mil ilegales tan sólo en Quintana Roo.

Las fronteras del sur no estás cerradas; su acceso está regularizándose y la medida debió tomarse hace tiempo. Esto debe tenerse como un acto soberano, que resuena aún la reyerta entre agentes mexicanos y migrantes de Honduras que, en Chiapas, quisieron entrar a fuerza al país. En lo que amanece el sueño de la Aldea Global, debemos vigilar nuestras fronteras.

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