Por Zita FInol
A SOLAS
Pocos y apagados, los ruidos del exterior llegaban apenas hasta la estancia. Eran las horas largas que preceden a la madrugada, aquellas en que todo parece guardar un compás de espera, en las que todo busca descanso. Ellos, como tantas otras veces, se habían quedado solos. Amigos que esperaban sin decírselo esos momentos de charla final después de alguna cena o un evento compartido. Momentos escasos en palabras pero ricos en silencios producto de su trato de tantos años.
Tras un ligero carraspeo, Luis se decidió a hablar mientras se acomodaba hasta el fondo en el sillón de cuero negro y colocaba su cigarro en cenicero de pié que tenía a su lado.
-Pues aquí estamos, José. Era inevitable, tenía que pasar algún día, las amistades no son eternas y, además, ¡somos tan poca cosa! La materia nos domina. ¡Sí, ya lo sé!, lo has dicho tantas veces. La mente debe dominar la materia a y el espíritu a ambos. Es muy fácil decirlo, pero yo no soy tan superior. Sin embargo, quiero decirte algo porque sé bien que luego de esta noche no volveremos a vernos…
Apresuradamente Luis dio tres fumadas a su cigarrillo. Vaciló, como si no supiera cómo abordar el tema y al mismo tiempo ansiara hacerlo, echarlo fuera de sí como un alimento descompuesto.
-Verás, es cierto que tu y yo hemos sido amigos desde la secundaria, lo clásico. Y ya ves que han pasado los años, tu panza y mis canas no se pueden ocultar. Cierto que yo me he defendido mejor gracias al deporte, según tú gracias a mi soltería. Y hablando de eso…
Se interrumpió bruscamente mientas prendía otro cigarro. Le dio una chupada y lo puso en el cenicero, en el extremo opuesto de donde descansaba, aún prendido, el anterior.
-¡Volví a hacerlo, como me has criticado tantas veces! Es verdad. Siempre he sido un poco distraído, pero no tanto como con frecuencia me lo haces notar… ¿Dónde estábamos? ¡Ha sí, en algo relacionado con nuestra amistad! Nuestra amistad.
Su voz bajó de tono suavizándose, pero ganando en una intensidad cargada de matices en los que el resentimiento, el dolor y el odio se mezclaban.
-En todo eras el mejor, el más brillante. Tu simpatía, tu don especial para que las personas te buscaran a pesar de que en tu egoísmo sólo significaban una especie de cortesanos a las que si no estabas de humor, no les hablabas. En cambio, a mí esas mismas personas me marginaban y yo quedaba anulado de manera automática.
La estancia estaba saturada de contenida energía.
-Las mujeres, también con ellas ganabas. Así me quitaste a Elena. Te la presenté diciéndote que la amaba, y tú te casaste con ella a los tres meses. Son cosas que suceden, justificaste, en el corazón no se manda. Pero déjame decirte algo: cuando los negocios te absorbieron cada día más y más, fue cuando me llegó la revancha. Elena sabía que la amabas, pero necesitaba la presencia constante de un hombre a su lado.
Luis, levantándose, dio tres pasos hacia su amigo presa de una catarsis incontenible que también era un desquite.
-¡Sí, José, sí! Elena fue mía, lo ha sido durante todos estos últimos años, y nuestra amistad facilitó las cosas. ¡Qué quieres, como tú mismo lo dijiste, en el corazón no se manda! Yo me aproveché de su soledad, cierto, mas ella después se enamoró de mí ¡lo oyes! Tu tan brillante, tan perfecto, no la necesitabas, en cambio yo… Ella lo sabía, pero no ha querido hacerte daño. Cásate, me decías ¿por qué no te casas? ¿No tienes envidia de nosotros? ¡Y yo era el que te regalaba su presencia! Me tenías po tan bueno, tan poca cosa, que no podías sentir celos de mi. Hubiera sido rebajarte ante ti mismo. ¡Ja, ja, ja!
Las carcajadas rompían el silencio en mudas aristas.
-¡Qué bueno que al fin puedo hablar ¿No deseas hijos? Insistías, queriendo ser magnánimo y dedicar un poco de tiempo a mis asuntos. ¡Pero cuanto me desagradaba tu afán protector ¡Hijos, hijos! Tus dos hijos menores son míos, te enteras, ¡míos! ¿Qué te parece? ¡Ho Dios!
De golpe Luis se arrojó sobre el gris ataúd abrazándolo mientras sollozaba sin control. En torno suyo sólo se percibía el chisporroteo de los cirios que reproducían en las paredes su sombra inclinada.
El REPROCHE
Tímida, la figura se proyectó en el marco de la puerta. Presintiendo su presencia, la mujer se volvió, airada, y un torrente de palabras brotó de su boca. Quejas disfrazadas de fieros reproches, semejantes al llamado de aquel que bebe la soledad en pequeños sorbos; como los golpes inútiles de manos pequeñas ante un muro de piedra.
¡Ha, ya llegaste¡¡Ya era hora! ¡Son las once de la noche! ¡Así cumples tu promesa de regresar temprano! ¡Este es el cariño que dices que me tienes! ¿Este es tu amor? Yo aquí, encerrada todo el día y tú sabrá Dios dónde has estado y con quien ¡A ti lo mismo te da! ¡No miras mi sufrimiento! ¡Dios! ¡Por qué me habrá mandado esta cruz! ¿Qué habré hecho para que así me pagues? ¡Di algo, no te quedes mudo!
Durante unos minutos se escuchó claro el tictac del reloj de la pared. Los ojos oscuros, fijos y húmedos, la retaban y un gesto de rebeldía cerraba los labios.
Callas ¿verdad? Sabes que tengo razón. Que espero tu regreso durante horas, sin poder dormir, con este dolor en el alma; sin saber por qué no vienes… ¡Y a ti te da lo mismo, entretenido con tus amigos que no te dejan nada bueno y esas mujeres que se te acercan…
Tomando aire, la mujer con el pelo castaño entre el que asomaban algunas canas y ojos opacos, se ajustó la bata de franela y prosiguió con la voz enronquecida por la emoción.
-¿Qué no ves lo que sufro, que me hace falta tu compañía, sentir tu presencia? Estoy sola todo el tiempo, cuento los minutos esperando tu llegada, temiendo que alguien me robe tu cariño y te lleve yo que sé por dónde. ¡Si nadie te puede querer como yo! ¡Sólo vivo para ti! ¡Si tus besos son mi alegría!
Hizo una pausa, como si el pozo del sentimiento se hubiera vaciado. Caminó hacia la figura con las mejillas húmedas y una sonrisa trémula.
-¡Mira como vienes! Te ves cansado, espera, que te voy a dar algo de cenar.
El adolescente espero el cálido acercamiento de la madre con una punta de asombro en la expresión.
FRENTE AL ESPEJO
¡Mira nada más, otra nueva arruga! ¡Ayer no estaba! ¡Se vienen como olas una tras otra y no puedo detenerlas! ¿Aquí, en el rictus de la boca y ya hay también un comienzo de papada…!
El espejo del tocador reflejaba a una hermosa mujer morena de ojos verdes y pelo oscuro. Sentada frente a el, ya en envuelta en una bata de encaje semitransparente, se quitaba con ademanes nerviosos la pintura del rostro, mientras observaba detenidamente su cutis. Había en sus ademanes una mezcla de violencia y nerviosismo tras de los que se escondía una gran angustia que, por momentos, afloraba a borbotones a la superficie. En una esquina del espejo, en segundo plano, aparecía la figura erguida de un hombre cincuentón que parecía más parte de la decoración de la recámara, que presencia real.
-¡No, no vayas como acostumbras a esconderte al baño, tienes que oírme! ¿No ves la desgracia que se avecina? ¡Se me está yendo la juventud, entiendes¡ Hoy en la cena, Pedro me preguntó por nuestros hijos en lugar de si íbamos con ellos al Tianguis de Acapulco… ¿Sabes lo que es eso? Está perdiendo su interés en mi, y el contrato para la construcción del hotel se irá a la porra al igual que el nuevo fraccionamiento… ¿Entiendes? Es un viejo asqueroso, sí, pero tiene mucho poder. Tú y yo estábamos de acuerdo en que lo soportara…
Dirigió la mirada a sus brazos torneados y entreabrió su bata para observar sus piernas delicadas y fuertes, mientras murmuraba: ¿Cuánto tiempo durarán así? No dejo de hacer ejercicio, pero eso de qué sirve si mi cara, mi cuello, se desmoronan… Tú, tan frío y cerebral, me dijiste el otro día que no estaba poniendo la suficiente atención en los asuntos. A veces tienes una expresión hastiada, añadiste, te falta la sonrisa que debe parecer espontánea, que te hace ver más joven y atractiva…
Sí, mis ojos pierden brillo y comienzo a cansarme. Es la verdad. Por eso me alegré puse cuando me dijiste que nada más cerrábamos con Obras Públicas, además de lograr los contratos del hotel y el fraccionamiento y nos iríamos dos meses a Europa para descansar. Julia cumple ya quince años y le prometiste llevarla con nosotros, y ahora…
Las lágrimas rebeldes se deslizaron por sus mejillas; las palabras entrecortadas fluían como por un dique roto.
-Siempre te he ayudado y lo sabes, ese fue el arreglo desde un principio. Claro que tú lo envolviste con palabras melosas: somos la pareja perfecta, triunfadores; yo pondré mis contactos y tú ya tienes la experiencia; de mi brazo serás la fruta deseada pero que parece ajena; yo pongo el marco, afirmaste…
De pronto izó la cabeza, como quien está dispuesto a llegar hasta el fin. Su voz se hizo suave y trémula, como de confesión.
-¡Pero sabes qué? En el arreglo algo falló y fui yo. Al paso del tiempo y la costumbre, con tu la forma que de demostrarme que seguías siendo el número uno aunque hubiera otros, me fui enamorando de ti. Te amé y te amo. ¡No quiero perderte! ¡Tengo miedo de perderte si envejezco y de que busques otra muñeca que te sirva! ¿Entiendes? ¡Tengo miedo!
La mujer calló, como agotada, exhausta, mientras buscaba la mirada del hombre en el espejo y se dio cuenta que ya no estaba allí, que hacía tiempo que no estaba.
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