Nicolás Durán de la Sierra
Tras leer un artículo gozosamente humano e inspirador de la periodista Denise Dresser del pasado Agosto, en el que hace un ecléctico listado de razones por las que le gusta México –sabores, personas, paisajes, recuerdos; vida, en fin-, nació en mí el impulso de convivir con ustedes esta idea prestada, aunque pregunto ¿las ideas son, en realidad, patrimonio de alguien?
Resulta inevitable, para quienes gustamos de la poesía, no evocar en este contexto un canto de José Emilio Pacheco, quien desde tiempo antes -1985- nos había antecedido en este noble oficio de recordar con gozo y comenzar de nuevo tanto los días que fueron como los que hoy vivimos, que eso de andar por los caminos gratos de la memoria, siempre es ejercicio bueno para el alma.
Alta Traición
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
y tres o cuatro ríos.
Titulé esta nómina de la que aún desconozco su largura cabal como una carta abierta para participar en el rescate de México por medio de la evocación sonriente, del alegre recuerdo propio que se vuelve colectivo, y que a modo de potente antídoto puede luchar contra la sombra que opaca la luz de nuestro país.
La magia de Bellas Artes
Más que las viejas calles e iglesias coloniales del centro de la Ciudad de México, tan llenas de las historias de las que se contaban con tonos sepias en los fascículos de Tradiciones y Leyendas; más que en todos estos sitios, el lugar que para mi tiene la magia mayor es el Palacio de Bellas Artes, aquel añoso edificio de mármol blanco que, de lejos, parece fugado de un gran pastel de merengue.
Aún ahora, muchos años después de que entrara en él por vez primera, sus corredores alfombrados y sus galerías de maderas finas siguen teniendo una pátina de misterio. Fue de niño, junto con un grupo de estudiantes de primaria, que fascinado y casi con temor, conocí sus entrañas fantásticas. Daba miedo hasta pisar los pulidos mármoles.
Por razones viales, el grupo escolar había llegado tarde a la presentación del Sueño de una Noche de Verano, una obra teatral de Shakespeare que, para quienes nos llevaban, era importante en nuestra educación elemental. Seres cornados que brincaban con patas de cabra y plantas que se movían al son de extrañas flautas, fueron el comité que nos recibiera desde el escenario.
Era una fiesta pagana en el bosque, nos dirían después.
Una vez terminado el espectáculo se nos guió -“sin tocar nada, por favor”- por la planta baja del majestuoso edificio. Las grandes columnas, las lámparas gigantes, las escaleras con barandales forjados y los óleos en las paredes, estuvieron en mis sueños por muchos años. Más que en iglesia alguna, fue allí donde comencé a sentir y entender la religiosidad.
Por la prisa de llegar a las butacas, el recorrido externo del palacio se realizó tras la puesta escénica. Desde afuera sus columnas no son tan imponentes como por dentro y sus mármoles y esculturas afrancesadas no tienen, para mí, magia alguna. Su blancura de piedra pulida no alienta reflexiones y mucho menos misterios.
El primer contacto con la magia de México lo tuve en el Palacio de Bellas Artes. A veces pido a la memoria que, como ensalmo contra el olvido, reviva sus amplias cámaras y corredores, sus escaleras, barandales y oleos y sobre todo, la luz multicolor de sus vitrales. Si insisto en los recuerdos, se que encontraré algún fauno de aquel tiempo…
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