Por: Flor Tapia Pastrana

Gilberto Bosques Saldívar es uno de los grandes héroes de México y, por lo general, a personajes como él los honramos con canciones de gloria y hasta poemas épicos; los ensalzamos para recordarlos y, con ello, recordarnos su historia, sus ideales, sus hazañas. No obstante, éste es un caso diferente, pues su señera gura es muy poco conocida en nuestro país, aunque no así en algunas naciones de Europa.

Nacido en 1892 en Puebla, se indica en su biografía oficial que a los dieciocho años participó en el movimiento revolucionario encabezado por los hermanos Serdán; luego se enroló contra la invasión norteamericana en el puerto de Veracruz, en 1914. Ya profesor normalista, por en- cargo de Venustiano Carranza creó la “Nueva Escuela de la Revolución”, lo que le llevó de lleno a la actividad política institucional. Miembro del Constituyente de 1917, fue diputado presidente del Congreso de la Unión y, junto con Luis Enrique Erro y otros destacados liberales, promovió la inclusión de la educación socialista en el Artículo Tercero de la Constitución Mexicana.

Sin duda, tanto la amplia trayectoria de Bosques Saldívar como sus aportaciones a la vida pública del país son de gran relevancia, pero ellas en sí no explican la razón por la cual en Viena, la capital austriaca, en junio de 2003, se inauguró una amplia y arbolada avenida que lleva su nombre. De hecho, hace apenas unas semanas, la periodista Manú Dornbierer solicitó de manera formal a las autoridades de la Ciudad de México que en la colonia Polanco se abriera un paseo también con su nombre.

El inicio de la leyenda

En el violento año de 1939, al comienzo mismo de la Segunda Guerra Mundial, el entonces presidente Lázaro Cárdenas del Río decidió en- cargar a este novel diplomático, pero avezado político, la nada fácil tarea de encabezar el Consulado General de México en París –no había embajada– y desde allí auxiliar a los mexicanos que quisieran ser repatriados. Sin embargo, la invasión alemana a Francia lo obligó a cambiar la legación mexicana primero a Bayona y luego a Marsella.

Una vez realizada tal labor, el diplomático bien pudo haber optado por regresar a su tierra, satisfecho por haber protegido a sus connacionales, pero él, imbuido ya por el pensamiento de la Revolución mexicana, por sus ideales, permanece en el puerto francés. Gilberto Bosques, que había visto de cerca los horrores nazis, con el respaldo de Cárdenas, decide encarar al poderoso Tercer Reich con un poco de picardía mexicana.

Así, valiéndose de que Marsella, uno de los puertos de gran importancia del mar Mediterráneo, aún no había sido invadido, el cónsul multiplicó la emisión de visas mexicanas para proteger a todos los que, con la cruz amarilla al brazo (los judíos), estuvieran marcados para su envío a los terribles campos de concentración y exterminio. Más adelante, simplemente se dedicó a salvar a todo aquel que fuera perseguido por el fascismo.

Como era de esperarse, no tardó mucho en correrse la voz por Europa del generoso trabajo del diplomático, y millares de personas de los países invadidos por la Alemania nazi realizaron azarosos y a veces largos viajes con el propósito de conseguir una de aquellas famosas visas mexicanas, un documento que representaba escaparse de la muerte. No fueron pocos los derrotados milicianos republica- nos españoles que, por esta vía, logra- ron escapar del genocidio emprendido por Francisco Franco, uno de los principales aliados de Adolf Hitler.

Apoyado por un admirable cuerpo consular, en el que se hallaba el poeta Renato Leduc como agregado cultural y cuya labor se re- seña en la novela Leonora, de Elena Poniatowska, la labor humanitaria del diplomático hubo de superar diversos escollos. Además de la expedición de las propias visas, que ya era laboriosa, para que muchos de los perseguidos no fuesen reconocidos en las aduanas por las autoridades nazis, por las noches una fotógrafa española, cuyo nombre por desgracia no se registra (era parte de la Resistencia francesa), se encargaba de retocar las imágenes en el sótano del consulado.

Las represalias del Reich

A pesar del espionaje de la Ges- tapo y de la policía secreta del “Régimen de Vichy” –gobierno títere francés presidido por Philippe Pétain–, el cónsul mexicano logró rentar los castillos de Reynarde y Montgrande, cerca de Marsella, que sirvieron como asilo para más de mil 500 refugiados, entre los que había varios centenares de niños huérfanos que presentaban desnutrición, algunos de ellos grave.

En los dos albergues había biblioteca, cuerpos médicos y de enfermería, talleres y escuelas, y se organizaban exposiciones de arte y representaciones teatrales. Entre los refugiados se contaba con universitarios, magistrados, literatos, hombres de negocios y trabajadores, lo que en gran medida hizo más llevadera la vida cotidiana con este tipo de actividades.
Por medio de la “valija diplomática” primero y después con remesas desde la embajada mexicana en Portugal, el gobierno de Lázaro Cárdenas no sólo cubrió los gastos de los dos asilos, sino que también pagó el costo- so alquiler de embarcaciones que trasladaban a Veracruz, en México, a los miles de refugiados judíos, españoles, libaneses y numerosos perseguidos políticos y miembros de la resistencia antinazi. Esto, claro está, convirtió al embajador Gilberto Bosques –ya te- nía ese grado–en acusado enemigo del Reich de Hitler, del régimen de Francisco Franco y del gobierno italiano del Duche Benito Mussolini.

En tanto, en mayo de 1942, luego del hundimiento de los petroleros “Potrero del llano” y “Faja de oro” por submarinos alemanes, según el parte oficial –hay quienes dicen que fueron hundidos por Estados Unidos para forzar la entrada de México a guerra– el gobierno mexicano declara formalmente la guerra a las Potencias del Eje (Alemania, Italia y Japón), incauta todas las naves de esas nacionalidades en puertos mexicanos y pone en “prisión preventiva” a unos mil 300 marinos, lo que genera la protesta teutona.

Así, ya en estado de guerra, la policía secreta nazi irrumpe en el consulado y aprehende con violencia a Gilberto Bosques, a su esposa María Luisa Manjarrez y a sus tres jóvenes hijos, así como al resto del personal consular. Al final, la Gestapo retuvo a cuarenta y tres personas. El poeta Renato Leduc escapó de la redada, pues se hallaba en Lisboa, en la embajada mexicana en Lisboa, Portugal, desde donde también se otorgaban “visas de emergencia” para los perseguidos por las dictaduras fascistas.

Violando acuerdos internacionales, al diplomático no se le encarceló en Francia, donde le correspondía, sino en un hotel-prisión en Bad Godesberg, en Boon, Alemania. En aquel sitió él y su familia encararon prime- ro los interrogatorios nazis y luego los bombardeos, hacia el n de la guerra, de las fuerzas aéreas inglesas y de Estados Unidos. Se cuenta que su esposa, María Luisa Manjarrez, lo animaba a estar en las terrazas del edificio para admirar el cielo iluminado por los raids aéreos aliados.

“No fui yo, fue México”

Sin embargo, la buena estrella de Gilberto Bosques continuaba brillando, pues un año después de su aprehensión, tras una larga negociación, los gobiernos del Reich y de México pactaron un intercambio de prisioneros de guerra y el diplomático, su familia y el cuerpo consular fueron repatriados. Tras llegar por barco a Nueva York, donde fue recibido con honores por la comunidad judía, viajó por tren a la Ciudad de México, donde de nuevo, pero ahora de una manera entusiasta, fue alzado en hombros y vitoreado por cientos de españoles republicanos y judíos que le esperaban en la estación de ferrocarriles de Buena Vista, según reseña del diario Excélsior. “No fui yo, fue México”, decía una y otra vez a los periodistas.

Finalizada la guerra mundial, luego de dirigir por un año el diario capitalino El Nacional, Gilberto Bosques fue designado enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en Portugal, Finlandia y Suecia para concluir su fructífera y larga carrera como embajador en la República de Cuba, en los años nales de la dictadura de Fulgencio Batista.

Respecto de esta etapa, Arturo Magaña Duplancher, doctor en Relaciones Internacionales del Colegio de México, en una columna publicada en el portal Animal Político en julio pasado, reseñó aspectos poco conocidos de la gestión del diplomático en la capital cubana. “En julio de 1955, hace exactamente sesenta años, Fi- del Castro llegó a Mérida (con visado mexicano) y, algunas horas después, a Veracruz en un avión DC-6 de dos motores. Era un vuelo comercial tras el cual viajó en autobús hacia la Ciudad de México para alojarse temporalmente en un departamento de la colonia Tabacalera, donde después lo alcanzaría su hermano Raúl, en condición de asilado político. Sin la intervención del entonces embajador de México en Cuba, Gilberto Bosques, la llegada del Granma a Cuba podría no haber sucedido y el curso de la Revolución cubana podría haber cambiado radicalmente.

“(Por ello) Bosques se convirtió en uno de los embajadores cercanos a la nueva elite en el poder. Fue entusiasta impulsor de las primeras re- formas cubanas, en parte inspiradas en el ‘Cardenismo’, y un hombre genuinamente preocupado por la consolidación en Cuba del ideal revolucionario que él creía tan cercano a la experiencia mexicana.”
Después de su paso por la Revolución cubana, en 1964, el diplomático se retiró de manera voluntaria de la vida pública con la llegada a la presidencia mexicana de Gustavo Díaz Ordaz. “No quisiera verme en el caso de tener que colaborar con este señor”, arguyó en su carta de retiro.

El injusto olvido

Pese a lo señalado, Gilberto Bosques no gura en los libros de historia mexicana, en nuestras escuelas no se habla de su gesta y, fuera de Internet, es difícil encontrar material sobre él. El ciudadano común ignora que se trata del único mexicano en la lista de “Justos Entre las Naciones”, un reconocimiento que otorga el Estado de Israel a los Héroes del Holocausto. Pese a que debiera estarlo, su nombre no gura en la Rotonda de las Personas Ilustres en la Ciudad de México.

De su paso por la vida, tan sólo aparece su nombre en el Muro de Honor del Congreso de Puebla, así como un pequeño busto suyo recién develado en la Plaza Juárez de la Secretaría de Relaciones Exteriores de la capital del país. Salvó a más de cuarenta mil personas de una muerte segura (Oskar Schindler salvó a sólo mil 200) y si bien el cineasta Steven Spielberg no le dedicó una película, la directora Lilian Lieberman realizó un amplio documental sobre su vida y obra.

En julio de 1995, a los 103 años de edad, Gilberto Bosques Saldívar falleció en la Ciudad de México. Tal como él quería, fue enterrado en Chiautla de Tapia. Concluyó su casi inverosímil viaje vital en el mismo lugar donde comenzara. En su obituario, se debieron escribir estas palabras: “Le sobreviven las decenas de miles de descendientes de hombres y mujeres que salvó del infierno bélico y que atestiguan su legendaria cruzada.”

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