En 1995, durante una semana, dicté un curso sobre las cuatro redacciones de El capital, de Karl Marx, en el aula mag- na de la antigua, pública y centenaria Universidad de San Andrés. Al tercer día, el rector y el Consejo Universitario me otorgaron el doctorado honoris causa de la casa de estudios. Luego del acto, un grupo de estudiantes me informó que habían encarcelado a un joven revolucionario, pareja de una compañera mexicana. Lo fui a visitar por solidaridad. Años más tarde, el otrora preso me lo agradecía en un acto público. El tal joven revolucionario, sin saberlo yo, era nada menos que el vicepresidente Álvaro García Linera, gran intelectual y político.

En esas jornadas, gracias al doctor Juan José Bautista, colega boliviano, me invitaron también a charlar sobre política de la liberación a un grupo de indígenas aymaras en El Alto de La Paz. Recuerdo la acogida y el diálogo con aquellos aguerridos compañeros. Al final de la charla, y de manera inesperada, me indicaron que habían decidido invitarme, atendiendo al contenido de mis exposiciones, a ser parte de la comunidad de los Ponchos Rojos.

En ese momento advertí que todos tenían puestos tales ponchos, prenda propia de los An- des de milenaria costumbre con que los pueblos originarios y los gauchos se defienden del frío. Fui entonces investido de esa alta dignidad. Fue para mí un gran honor, y recuerdo que expresé: Este poncho es más importante que un doctorado en Harvard (y lo repito aun hoy pensando que en octubre de 2019 recibí en el aula máxima de Har- vard el ser miembro de la American Academy of Arts and Sciences fundada en 1780).

Lo cierto que estos Ponchos Rojos se han puesto de nuevo en movimiento. Es uno de los primeros signos de un levantamiento del pueblo boliviano ante la violencia minoritaria que intenta tapar el sol con un dedo, violentamente racista, y evangélicos fundamentalistas (como lo eran los católicos de derecha en Chile con Augusto Pinochet) que blanden crucifijos como hemos visto en muchos diarios ante miembros de los pueblos originarios.

Esa escena recuerda la obra de Franz Hinkelammert, Las armas ideológicas de la muerte, cuyo tema es el uso de una ideología, en esta última católica de derecha, con la que se masacró al pueblo chileno. ¿Cómo puede enarbolarse la Biblia o el crucifijo para derramar la sangre de los pueblos originarios, gritando: “Sacaremos de los lugares públicos a la Pachamama y la remplazaremos por la Biblia”? Ahora son fundamentalistas pro estadunidenses, antes fueron fundamentalistas católicos eurocéntricos.

Ambos han deformado e invertido el cristianismo de los primeros siglos, de un mesías que declaraba bienaventurados a los pobres, y que fue juzgado por el imperio del momento como opuesto a la ley por alzar al pueblo contra el orden, por lo que merecía el suplicio de la cruz (la silla eléctrica de aquel tiempo). La cruz es el signo de la muerte de aquel maestro que se sacrificó por los pobres ante la opresión romana. En la cruz se crucifica el pueblo pobre de Bolivia, pueblo al que el liderazgo de gobiernos como el de Evo Mo- rales ha hecho menos pobre.

Sólo puedo festejar que mis compañeros Ponchos Rojos se hayan puesto en acción, como vanguardia del despertar del milenario pueblo aymara, quechua y amazónico boliviano; hay que seguir los acontecimientos con cuidado, pues pareciera que las minorías racistas, machis- tas, formadas en escuelas de los Estados Unidos, tanto religiosas como militares, están decididas a volver a dominar al pueblo.

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